Yo, sin mando ni mundo
Acabo de descubrir que en casa ya no mando ni estando solo.
Ayer me urgía imprimir algo, pero la impresora, con sus ínfulas de diva, se me rebeló.
Siempre que está de malas pulgas me hace la misma escenita: activa todas sus luces e intermitencias para confundirme e hiperventilarme.
Es una experta en chantaje emocional. Unas veces finge estar sin tinta, aunque uno la vea rebosante; otras, con el papel atascado, aunque todo luzca impecable.
Y no pocas le doy imprimir, me pestañea toda coqueta con sus luces piloto, hace traquear todo el engranaje mecánico para impresionarme, y al final ella se va en pura bulla y yo soplado a Office Depot.
Mi celu no le anda muy lejos; se ha convertido en un compañero tóxico que me rechaza la huella digital si me tiembla mucho el pulso.
O no me reconoce la cara si me ve recién levantado, lagañoso o con varios días de no lavármela.
He llegado a la conclusión de que es bipolar porque lo desbloqueo con la huella digital, como tantas veces lo hago, y me responde con un «inténtelo de nuevo».
¿Por qué me hace eso? Es mi dedo. El mismo dedo de siempre. Me fijo a ver si es que me lo habré embarrado de frijoles molidos con mayonesa, como ya me pasó una vez, y nada.
Hace lo que le da la gana pese a que lo limpio, desinfecto, chineo y hasta lo tengo bien surtidito de güilonas OnlyFans.
Cuando espero una llamada importante, decide que no hay señal; en cambio, cuando quiero paz y solaz, me tortura con notificaciones del banco, del clima, de la «Pink panther», de la funeraria para la cuota mensual…
Me he vuelto esclavo de un reino digital donde los aparatos gobiernan y yo me les tengo que hincar y suplicar.
De ahí que haya días en que uno siente la nostalgia de cuando usar un electrodoméstico se reducía a enchufarlo en la pared y darle al botoncito rojo.
Ahora, hasta programar la tostadora requiere la agilidad digital de un hacker.
¿Quiere pagar un café? Nada de efectivo: saque el celu, papito, desbloquéelo con identificación facial, abra la app, acepte términos y condiciones de 45 páginas y, finalmente, reciba el aviso de que su transacción no pudo completarse porque olvidó actualizar la aplicación.
Sé incluso de unas cafeteras que ya no se limitan a hacer café, sino que ahora te las venden configuradas para monitorear tu colesterol, entre otras cosas.
«¿Estás seguro de que querés otra taza?», te pregunta la muy igualada en su pantalla LCD con cierto tonito imperial. «Se te está yendo la mano con la cafeína», remata.
Antes yo me hacía el café chorreado a pulso sin esas cafeteras «beta» de ahora preguntándome vida, pasión y milagros de mi intimidad, a la vez que tostaba el bollo de pan en la sartén sobre el fogón con una piedra encima para aplancharlo.
Hoy, para desayunar, la gente necesita actualizar la aplicación del horno, aceptar cookies y jurar que no es un robot, y todo esto solo para que el pan no le salga carbonizado.
No sé en qué momento los aparatos de casa se volvieron tan mandones y jodiones.
Hasta el televisor, ese viejo aliado de uno se ha vuelto un bellaco.
El otro día que quise ver un partido de tenis me refunfuñó: «Para acceder, actualice su sistema operativo».
Como tengo la sospecha de que todos estos aparatos vienen medios embrujados desde Silicon Valley, le respondí con ironía: «¿En serio? Solo quiero ver tenis…no pilotear un satélite de la NASA».
Mi tele a veces se comporta, incluso, como juez y parte: si paso más de dos horas viendo series, me sale un mensaje medio insolente: «¿Seguís ahí? ¿Ya no hacés vida social?».
Presiento que toda esta tecnología doméstica está sindicalizada a nivel global para desmoralizarte.
En una reciente videollamada abrí el «zoom» y justo cuando me tocaba hablar, la cámara se congeló en mi peor mueca jamás vista ante todo el auditorio virtual.
O sea, internet no falla para mostrarte espantoso, pero sí para que te escuchen.
La lavadora, igual. Decide bloquear la puerta en pleno ciclo porque puse una media extra y… ¡aquellos calzoncillos míos cautivos dando vueltas adentro en «modo turbulencia!».
¿Y qué me dicen del control remoto? Fue creado solo para desaparecer. Nunca está cuando más lo necesitás.
Lo buscás debajo del sillón, dentro de la nevera y hasta en el baño para, finalmente y tras haber bajado todos los santos demonios, darte cuenta de que lo tenés en la bolsa de la piyama.
Y así todo. Vivimos sitiados en medio de tantos bichos electrónicos.
El otro día mi licuadora no quiso encender porque detectó «exceso de toxicidad en el ambiente».
Resulta que minutos antes habíamos tenido una discusión familiar sobre lo mal que está Saprissa, y la licuadora, o muy metiche o demasiado morada, decidió no rebajarse a nivel de gradería haciéndose la muerta.
El microondas es todo un terrorista dentro de mi casa. Le das 30 segundos a las palomitas y, si las esperás, estalla una de cada diez, y si te distraes, cuando regresás aquello es un Chernóbil versión maíz.
¡Ay mis tiempos idos!
Antes, para comunicarnos con nuestros vecinos bastaba un timbrazo en la puerta, una llamada por el teléfono fijo o un par de gritos de patio a patio.
Hoy, en cambio, se necesita wasap, «zoom», un buen wifi, cámara HD, internet y el infalible chat vecinal donde todo se dice y se maldice.
Porque te olvidaste del pin de la secadora, porque la nevera controla tus excesos de helado, la ducha digital te corta el chorro en plena enjabonada, un rayo te cambió el ID del llavín principal, la tablet te exige actualizarla y reiniciarla para leer el periódico…
Una vecina, espantada, jura que su aspiradora robot está poseída porque se queda meditando contra la pata de una silla durante horas.
Entre tanto, todos toqueteando aquí y allá a ver si logramos entendernos con los aparatos hablándoles incluso en chino por ser casi todos de allá, pero la mayoría nos responde con su frase lapidaria:
«Error en la conexión. Intente de nuevo más tarde».
Odio esas frases, y el cajero automático lo sabe porque cada vez que me siente apurado me despacha con su verbo letal: «Fondos insuficientes».
Lo mismo el wifi, que funciona perfecto para notificaciones absurdas, pero justo en la final de tu serie favorita se convierte en telégrafo: rayas, geometrías extraterrestres, bloques y silencio.
Demasiado para mi dignidad de criatura de los años 40 nacida en casa con anafre, batea de lavar, escusado de hueco, escobón de ramas y un radio tartamudo.
Ahora, en cambio, sobrevivo entre cables, pantallas y botones en un mundo donde los mismos aparatos electrónicos han descubierto que, sin ellos, no somos nada.
Nos vendieron la modernidad como la gran aliada de la humanidad, pero la verdad monda y lironda es que somos súbditos de la Señora Tecnología.
¡Ah…, se me olvidaba! Detesto también la app del banco. Vean si no.
Me pide contraseña, pin, huella digital, reconocimiento facial, token y jurar fidelidad eterna a los estatutos de Ginebra para que al final, cuando logro entrar, me diga que «El sistema no está disponible en este momento».
No sé, pero algo hay que hacer para frenar la hegemonía de esta secta de aparatos vengativos que, habiendo nacido para hacernos la vida fácil, nos tienen de rodillas a su merced.
Ni pensar en el paro global si se cae el wifi: el café no sale, la alarma no suena, la aspiradora robot se deprime, el timbre de la puerta decide jubilarse, la nevera pierde la memoria y uno la paciencia.
Ni siquiera podrías pelear ya con tu pareja a través de wasap.
Para salvarte del agua hirviendo y el escobazo cada vez que llegás de madrugada.
Nunca esperé este final sin mando ni mundo.