El club de los sexochentos

Hoy vengo muy contento porque acabo de asistir, como invitado de honor, a la reunión privada anual de ochentones.

Privada porque al final todos nos dormimos.

Y también porque a ese acto no es cualquiera el que va, pues la contraseña es haber recorrido 75.200 millones de kilómetros alrededor del Sol.

Amén de que se celebró durante un retiro allá por el Poás como para irnos aclimatando con la naturaleza (tierra, polvo, barro) a la que pronto regresaremos.

Como el más joven y tiernito de todos, con apenas 80 recién cumplidos, no sabía si sentirme mal o bien en un club donde el mayor raya casi en los 90.

Mal porque uno mira hacia atrás con nostalgia los 70, 60, 50… y todo lo que me dieron. Y, bien, porque entre tanto peso pesado ahí, uno se siente otra vez carajillo.

Y sí, llegué como niño que todo lo toca, pero para agarrarme en caso de algún traspié que me fuera a descalificar como el benjamín del club.

Me encantó el lugar por diferente y original, sobre todo lo llamativo del vestíbulo, repleto de bastones, muletas, caminadoras, sillas de ruedas...

Es tan especial este lugar que cuando llegás y te anuncian como el invitado de honor nadie te aplaude debido al reuma de la mayoría.

Y a que ya no escuchan ni te reconocen.

En su lugar, y para meterle un poco de candela al ambiente, activan un altavoz con aplausos pregrabados, pero parece que lo van a descontinuar por el estruendo que pone nerviosos los marcapasos de los invitados.

De ahí que todo aquí sea como a tientas, suponiendo que estamos sin estar del todo seguros.

A la hora de bajar al comedor principal uno se va en barra.

Es decir, entre resbalado y empujado por la barra de amigos que te sostienen y a la vez se sostienen entre ellos.

Si no te vas en barra, entonces por gravedad, o sea, la del suelo que te jala.

Sentí, y me animó mucho, el ambiente super festivo al ver que algunos entraban bailando a la casona.

«¡Admirable tanta energía!», exclamé.

Hasta que me aclararon que esos eran los del grupo de «baile de San Vito».

Como sea, pero su ritmo al ingresar coincidió con el ambiente de mambo y swing de los años 50 en la pista de baile.

Muy interesante este convivio, de verdad, como adelanto de lo que será mi vida en los próximos días, meses o años, la Pelona mediante.

Una vez en el comedor (si superaste la barra y la gravedad), vos no te sentás sino que te sientan según tu última resonancia magnética.

A un lado, los que saben dónde están, pero no para qué; y al otro, los que del todo no saben dónde están ni les importa mientras los lleven.

Los que quedan sueltos es porque aún no saben si ya llegaron o vienen de camino.

En cuanto al bufé, muy bien dispuesto y organizado también por áreas: digestiva, adictiva, explosiva…

La comida para hipertensos, diabéticos, alérgicos y otros no pasa de caldos, purés, fideos, flanes y gelatina.

La bebida, en cambio, es más sistematizada: por sonda, goteo, chupón, pajilla y hasta intravenosa.

Pero la parte suculenta es lo que cada uno lleva por su cuenta, desde la cápsula para la memoria hasta la pastilla azul camuflada en la cajita de los tic-tac de menta.

La primera les recuerda la segunda, si es que alguna otra les recuerda la primera, y así...

Eduviges, pintada como si se hubiera maquillado en la oscuridad, nos mostró, feliz, su pomito de crema para rejuvenecer el cutis como si fuera de La Roche-Posay.

Luego la hermana la «echó al agua» al revelarnos que se trataba de mayonesa con aspirina.

Yo no le ando a ella muy lejos con mis untos de aguacate, yogur y vinagre de manzana.

Lo más mono es que a todos nos pusieron una plaquita con nuestro nombre en la mesa: Bonifacio, Gertrudis, Lilo, Ramona, Segundo, Jovita… propios de los años 40 del siglo pasado.

Hombres y mujeres revueltos porque a estas edades ya no pasa nada.

Nos redujimos a un solo sexo: los sexochentos.

Ellas, aún coquetas, con cara de pasiones prohibidas, y nosotros con colonia de farmacia jugando de peligrosos.

Sobre eso hablábamos todos cuando Chabela, lidereza a morir del amor libre, explotó:

«¡La pasión no prescribe, carajo!»

Tuvieron que bajarle la depre con espiritu de azahar.

Entretanto, Antolín, mi vecino de mesa, rajando entre visajes y virajes que aún podía conquistar güilonas de la edad que fueran.

Con tan mala suerte para nosotros que, cuando se disponía a pasarnos el santo y seña, se le cayó el suiche.

De repente, la música bailable subió de tono.

No me atreví al twist que pusieron por miedo de trastabillar, caerme y de que, en vez de levantarme con cierta dignidad atlética, me tuvieran que recoger con espátula.

Si no que me desmienta el que se animó al karaoke y nunca acertó una sola frase, aunque igual le ovacionaran la «pelada» como si estuviera en Woodstock.

Y así todo.

Tan animados estábamos que nadie paró de hablar: los que hablaban solos, los que balbuceaban, los que silbaban por defectos mecánicos de la prótesis dental y los que ronroneaban.

No obstante, todos nos entendíamos a la perfección gracias al lenguaje universal de los sexochentos: el senilinglish.

Los más centrados discutían sobre si el amor era mejor a los 20 o a los 80, pero como no se ponían de acuerdo, lo sometieron a votación y al final ganó la tesis de que, al menos, a los 80 no hay resaca.

La maravilla de este encuentro es que fue a la libre, sin protocolos, espontáneo, fluido, natural, dejándonos a cada uno ser.

Tanto así que llegó Benigna muerta de risa repartiendo, como reliquias históricas, condones vencidos en 1992.

Confesó que tuvo tantos amantes que se le olvidó el nombre de su primer y único marido.

Cuando vimos a Lalo, otro del grupo, abriendo el preservativo, tuvimos que avisarle que no era un

chicle-bomba.

De los que antes uno soplaba, inflaba y estallaba.

Anselmo no se quedó atrás y presumió, sin recato, de su sexualidad hasta que tuvimos que ayudarlo a levantarse de la silla.

«No se agüeven, chiquillos –terció Evaristo–, que la infusión de romero me devolvió a mí la potencia».

Por ser yo el homenajeado, me tocó dar el discurso principal. Buenísimo. Nadie me puso cuidado.

Los que no estaban concentrados en sus propias babas y calambres, buscaban el pañal de repuesto.

Hasta que llegó el acto más esperado: mi ritual de iniciación para poder ser bienvenido al club.

En realidad, puras pruebas de equilibrio: pararme tres minutos en una pata, movimientos ondulatorios y giratorios de cadera, enhebrar una aguja en 30 segundos, perreo grado 3, levantar a pulso sobre mi cabeza una copa llena de agua sin derramarla…

Espero haberlas superado todas gracias a que dos del jurado no veían muy bien y el otro no paraba de toser.

Al final te otorgan uno de dos títulos: el de aceptación o el de defunción.

La otra semana me envían el resultado.

Antes de despedirnos se armó un gran tumulto porque la mayoría insistía en que más bien veníamos llegando.

Nos salvaron los que dijeron que mejor se iban porque ya iba siendo hora de la novela «Dos caras tiene el destino».

¡Qué belleza: su mente seguía en 1960!

En el apuro por irse protagonizaron otra bronca en el vestíbulo al no poder identificar su propio aparato ortopédico.

Fue tal el burumbún que uno agarró una caminadora más renca que él. Otro blandió al aire un bastón ajeno, cual espada de samurái, para exigir su yeso portátil. A una de las sillas de ruedas se le desactivó el freno y por dicha la detuvo un zanjón barranco abajo.

En el último minuto, a alguien se le ocurrió la idea de un selfie grupal aunque, debido a la temblorina, ninguno pudo encuadrar bien la cámara.

Unos porque tapaban el lente con el pulgar, otros porque encendían la linterna y varios porque su celu no estaba en «modo selfie» y les aparecían las gallinas del vecino.

Al final el selfie se logró, nadie sabe por qué, con todos mirando hacia el techo, pero felices y sintiéndose como en la portada de Vanity Fair.

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