Yo, el chico “antiage”

Como todo el mundo vive hoy la histeria “antiage”, hasta los jóvenes, aquí ando yo también ya en los mismos trotes, frotes y retoques.

Les explico para que no me crean medio chalado haciendo hoy una cosa y mañana otra.

Como mi ingreso a la “era tec” tomará todavía algún tiempo, decidí, entretanto, declararle la guerra a las arrugas.

A las que tengo y a las que aparecerán de ahora al instante en que me haga transdigital.

No una guerra con agallas, hormonas y valor, sino con vitamina C, colágeno hidrolizado y un contorno de ojos que promete borrarme medio siglo en tres semanas.

Para lucir en esta columna como el sexochento que ustedes esperan y merecen y no el desaliñado, añejo y descuidado que me cerraría sus puertas.

Todo lo contrario: quiero ser ahora el chico de 80 que se aferra al colágeno como si fuera un sacramento, a la par del resto de la humanidad que participa de la misma paranoia por los untos faciales rejuvenecedores.

La culpa de todo esto la tiene el espejo que ya no refleja; juzga.

Y quien no se “mantiene” es cancelado socialmente por decadente.

En esta revolución actual del “antiage” se da uno cuenta perfecta de lo que el mundo ha cambiado.

Hubo tiempos en que la humanidad discutía sobre el alma, el bien o la virtud.

¡Hermoso e inspirador!

Hoy, sin embargo, esa misma humanidad se divide entre los que toman colágeno en polvo y los que lo beben líquido.

En ella, cada cucharada es un acto de fe al creer que con eso detendrá el apocalipsis dérmico.

Vivimos la era del colagenismo, una nueva religión sin cielo ni infierno pero con antes y después.

Las viejas escuelas del alma han quedado atrás. Los estoicos decían: acepta la vejez con serenidad. Los epicúreos: disfruta mientras puedas.

Pero nosotros, los “antiage”, la combatimos con armas químicas y “hashtags” inspiracionales.

En las redes la gente envejece por dentro, pero rejuvenece por filtro.

Porque ahora en vez de filósofos tenemos colagenósofos o tiktokeros diciéndonos “rejuvenece en siete días con este truco”.

Y el mundo entero les cree.

De ahí que en esta nueva cruzada mía por un rostro a salvo de arrugas, haya visto de todo.

Rituales matutinos del colágeno con sus cálices de vidrio, sus cánticos de “influencers” y su comunión en cápsulas.

Gente que predica desde las redes “el secreto de mi piel radiante” mientras se ponen un filtro que podría rejuvenecer una piedra.

Yo mismo caí al comprar un suero que prometía activar mis células madre y es la hora en que estas no se han dado por notificadas.

Y al beber mi batido de espinaca, apio y cúrcuma con cara de monje penitente en vez del gallo pinto con natilla y café de antes.

Al contarle a una vecina sobre mi congoja, toda oronda me respondió que “yo solo uso una cremita natural”…

Mientras se le escurría el botox por la frente.

¡Cómo cambian los tiempos!

Recuerdo cuando solo me echaba colonia para oler bien.

Ahora me embarro de crema para no oler a pasado.

De ahí que cada mañana me mire al espejo con esperanza, como quien augura el milagro entre la segunda y la tercera capa de crema que promete borrarme los 80 y devolverme los 40…en tres semanas o menos.

Porque la juventud –ese virus incurable– ya no se mide en años, sino en milímetros. Cada frasco promete lo mismo: “rejuvenece desde adentro”.

Yo, de maje, me he tomado cápsulas de colágeno marino y hasta recitado oraciones en sánscrito a mis células madre para que despierten del sueño eterno.

Hace poco que fui a un gimnasio a ver si ahí la cosa era más en serio, me sorprendió una señora que le gritaba a su entrenadora:

–¡Quiero mis glúteos de 1998!

Y yo –pensaba–, que no encuentro los míos desde 2003.

Intenté luego en un spa de alta gama con música de ballenas y olor a pepino en el aire y no pasó de ser una sesión mística de viejos resignados.

De repente me vi rodeado de chicas y carajos que se inyectaban juventud repitiendo el mismo mantra: “Lo importante no es vivir más, sino lucir menos”.

Donde las señoras discutían sobre marcas de colágeno como si fueran tratados teológicos.

Definitivo: el mundo “antiage” es un carnaval y uno se da cuenta en todo lado. Hace poco escuché en el supermercado:

–El de péptidos marinos es el verdadero –sentenció una feligresa bien abrazada a su frasco de 100 miligramos.

Cuando me soplaron que el verdadero templo estaba en las clínicas del ácido hialurónico, de los gurús de los zumos, del ayuno intermitente y del yoga facial, volé hacia atrás en el tiempo a reencontrarme con mis 30 o 40.

Donde cada mañana me recibían a las seis con un batido verde con sabor a arrepentimiento.

Pude ahí ser testigo de sus buenos pleitos entre parejas rompiendo porque uno envejece más rápido que el otro, y de familias divididas entre los “pro-botox” y los “naturalistas radicales”.

¿Cómo fuimos a caer en esto?

Los filósofos hablaban del sentido del ser, los colagenósofos del sentido del serum.

Ante todo este desbarajuste, llegué a la conclusión de que ser “antiage” es como pelear con el viento.

Uno se esfuerza, se unta, se inyecta y se unge, pero al final la arruga gana con una sonrisa sabia.

La estética se ha vuelto pánico. La gente ya no envejece: se desprecia. Nadie teme morir, temen verse viejos en un selfi.

¿De qué nos sirve el pinchazo para salir rejuvenecidos pero incapaces de reír?

Me pregunto si la humanidad no habrá reemplazado ya el alma por el suero facial.

Buscábamos sabiduría, y encontramos ácido hialurónico.

Tal vez la juventud no está en la piel sino en el descaro de seguir buscando, sabiendo que es inútil.

Estando yo en ese spa, me rebelé.

Viéndome en una reunión donde todos estaban estirados, pulidos e irreales, yo, viejo indómito, me pregunté en silencio si no sería más honesto envejecer con gracia que vivir Photoshopado.

Así que aquí estoy: el chico “antiage”, viejo, crédulo y feliz, aceptando que la arruga no es el enemigo: es el testigo.

Porque si algo he aprendido en esta guerra sin victoria es que el verdadero milagro no está en el colágeno, sino en reírse de uno mismo con la piel bien usada.

Si algún día se inventan la crema definitiva, que borra los años y los recuerdos, yo paso.

Prefiero mis arrugas: son la única parte de mí que aún dice la verdad.

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