El duelo del diputado saliente
La Asamblea Legislativa ya huele a incienso.
En menos de seis meses, sus ilustres próceres devolverán las llaves de lo que para muchos fue el paraíso terrenal…
De viajes, gasolina, celular, viáticos y pérdida de tiempo arrancados con brazo largo y cuchara grande de la bolsa del ciudadano.
Y de extritas por favores, influencias, «lobbing» y demás caricias, entre bastidores, a consorcios, bancos y corporaciones.
Edén donde disfrutan de reverencias, cenas de manteles largos y la felicidad de no rendir cuentas a nadie, salvo al propio ego.
Como almas en pena, muchos de ellos deambulan ya por el recinto parlamentario pensando en su próximo apocalipsis político.
El eco del bolero «Reloj no marques las horas, …» resuena por salas, pasillos y plenario como trompeta del Juicio Final.
Al ritmo de su inexorable tictac, llegada la hora los más apegados al poder se encadenarán simbólicamente a sus escritorios.
Otros besarán la placa con su nombre que tendrán que arrancar, entre aullidos y resuellos, con destornillador.
Ante el pánico a su ocaso legislativo, las escenas serán dantescas.
Con la mayoría mirando hacia el cielo a la espera de alguna señal divina, un rayo, una nube con forma de decreto que los mantenga bajo la teta presupuestaria.
Para no tener que devolver sus carrazos al banco por falta de la jugosa mensualidad… fina cortesía (obligada) del pueblo.
En rincones, pasillos y parqueos se apilarán las cajas de mudanza como féretros del poder.
Repletas de recuerdos, fotos, peluches, papelitos de amor, favores pendientes, olvidos deliberados y promesas incumplidas.
También de suspiros, con unos llorando sobre el escritorio de la patria que juraron defender, y otros abrazando las sillas giratorias como si fueran amores perdidos.
No faltará el que desmonte la cafetera entre pucheros y regueros: «Fue testigo de todas mis reuniones improductivas», dirá para sí con voz lóbrega.
Los que hoy caminan erguidos con su traje de poder, pronto arrastrarán los pies, aferrados a la curul como náufragos al madero.
Los más teatrales preparan ya ceremonias de despedida ensayando discursos para justificar su deslumbrante y patriótica labor: «Fui un legislador comprometido con el pueblo.»
Las oficinas legislativas se convertirán en consultorios de terapia colectiva para consolarse unos a otros en secreto:
–Si mi partido gana, tal vez agarro algo.
–Me conformo con ser asesora legislativa.
Pero nadie escucha. La voz del pueblo anunciando el fin de los privilegios es más fuerte.
Entre los diputados se inventarán de todo para enfrentar lo que se les viene encima:
-Cómo volver a andar en bus sin perder la dignidad.
-Cómo explicar en casa que los viáticos no eran herencia divina.
-Cómo encontrar trabajo sin saber trabajar.
Los enemigos de ayer se abrazarán como hermanos en desgracia en una fraternidad de último minuto. «Te voy a extrañar», se dirán entre hipidos.
Aferrados a selfis buscando inmortalizar su tragedia antes de caer en el anonimato, ese abismo donde nadie les pide favores ni los saluda con reverencia.
Lo peor… que el problema no es solo económico, aunque perder esos cuatro milloncitos al mes duele más que una mordida de lagarto.
Es, además, la pérdida de estatus: ya no habrá viajes al exterior en “misiones oficiales” de turismo político, ni conferencias internacionales para justificar vacaciones con viáticos.
Tampoco selfis con embajadores, ni galas de salón, ni micrófonos esperando declaraciones profundas tipo: «estamos valorando la situación.»
De pronto, esos héroes de la curul se descubrirán simples mortales: algunos incluso vuelven a su barrio, donde los vecinos los saludan con un silencioso «ahora sí, a trabajar».
Otros, en la soledad de sus oficinas, escribirán cartas de despedida a sus curules:
«Gracias por tanto, perdón por tan poco.»
Dicen que en los sótanos del Congreso se oyen desde ya lamentos en la madrugada:
–¡Señor, por qué me hiciste diputado solo cuatro años!
–¡Devuélveme mi inmunidad, mi credencial, mi comidita de cortesía!
Por si fuera poco, perderán también el poder simbólico: ya nadie se levantará cuando entran a una sala, los periodistas ya no perseguirán sus declaraciones y ya nadie los invitará a cocteles.
El legislador, antes temido, será apenas un ex con corbata. Y la legisladora, antes chillona y rezongona, se arrastrará ante cualquiera por un nuevo «hueso» político para ella o algún familiar.
Otros, los más creativos, buscarán reinventarse: unos soñando con ser “consultores políticos”, otros abriendo podcasts donde darán “opiniones técnicas”.
Pero en el fondo saben que el único micrófono que les quedará será el del karaoke del bar de la esquina, mientras no desafinen ahí también.
¡Ah, y el celular institucional que se llevan escondido entre el bolsillo para «seguir sirviendo al país desde la casa»!
Así de patriotas son.
De modo que así transcurre el sagrado ciclo de los diputados: entran prometiendo servir al pueblo y salen rogando que el pueblo les devuelva el favor.
Si es que salen, porque hay diputados que se atrincheran a cal y canto en su oficina para no dejar entrar al nuevo que le sucederá.
«Aquí no entra nadie ni con orden judicial», se les oirá gritar desde adentro.
Amén de los que el último día se enclaustran bien apertrechados de sánguches de huevo duro y café frío en sus oficinas para devolverlas, hora atómica, a las 11:59:59 pm.
Entretanto, el pueblo –el mismo al que ellos ignoran los cuatro años seguidos– observa con irónica complacencia.
Consciente de que si algo hay más triste que un diputado corrupto en funciones es un diputado corrupto desempleado.
Consciente de que le llegó su final a la “Institucionalidad SA”.
Consciente de que solo se podrá cerrar esa herida profunda con gobernantes y diputados sirviendo a la patria con inmaculada transparencia.