Siguiente parada: la eternidad

Les voy a pasar hoy aquí un santo: parece que, de verdad, podríamos ser inmortales.

Eso sí, no lancen todavía las campanas al vuelo porque después acaba todo en alegrón de burro y salgo yo rascando.

Ya lo habían insinuado, desde la noche de los tiempos, religiosos, filósofos, metafísicos y ocultistas, pero ahora… también científicos.

Los que tanta falta nos hacían en este club de humanos a la deriva.

O sea que la cosa se pone buena porque la ciencia nos aproxima ahora a la evidencia empírica de esa posibilidad sobrenatural por sobre la especulación y la fe.

Con sus propias herramientas, métodos y detectores.

La fuente de esa sospecha surge del testimonio de miles y miles de personas que, tras experimentar la muerte clínica, sobrevivieron para comparar el atisbo del más allá que se encontraron, con la vida terrenal.

Juran que durante el breve trance les embargó tal estado de paz, armonía y relajación que, al volver en sí, acabaron donde el psicólogo, confundidas por el episodio vivido en los predios de lo ignoto.

Sobre todo, ante la euforia de reencontrarse con sus seres queridos, saberse fuera de su propio cuerpo, desdoblarse y trascender.

¡Imagínense! El sueño existencial de todos nosotros.

Y de ustedes cuando sea yo el que traspase la alambrada metafísica y extrañen mis chifladuras en este solariego terruño.

Me encantaría encontrármelos ante esa luz al final del túnel, abrazarlos y secretearles algunos «tips» sobre la vida plena y relajante de la dimensión ultramundana.

En lo medular, la ciencia contemporánea tiende a atribuir todas esas experiencias cercanas a la muerte a la parte trascendente de nuestra conciencia.

La parte que no depende del «yo» cotidiano afectado por los prejuicios humanos y los velos de su mente, sino la conexión al todo, a la sustancia primordial, siempre en sintonía absoluta con la naturaleza.

La que detona ese estado de plenitud, amor, gracia, equilibrio, apertura, gozo, alegría… descrito por los pacientes.

Una conciencia cuyas propiedades cuánticas, según varios científicos, hacen posible el circuito trascendente.

Se refieren a la superposición y el entrelazamiento cuánticos que mejor no intento explicarles aquí para evitarles una zambumbia mental.

Hipótesis que refutan sus detractores al alegar que el testimonio de los pacientes no son otra cosa que meras alucinaciones del cerebro atribuibles a la misma enfermedad, al tratamiento y a los fármacos.

No obstante, los impulsores de la conciencia cuántica defienden que los testimonios analizados tienen el suficiente fundamento y sincronía para merecer su atención y análisis.

En síntesis, la ciencia avanza hoy rauda tras la pista de una conciencia que, lejos de extinguirse al fallecer la persona, cambia de estado pasando a ser parte de la supraconciencia.

De esa unidad y totalidad que somos, conciencia pura, sin filtros ni egos tóxicos.

Como el lago que refleja al cielo cuando se aquieta el oleaje del yo.

No obstante, y asumiendo que todo esto sea cierto, la pregunta que a mí me asalta es… ¿qué diablos le pasó entonces a la especie humana para ser como es?

Violenta, rencorosa, codiciosa, voluble, insolidaria, vengativa, cobarde, suicida, agresora…

Parodiando a Paquita la del Barrio, que ya estará gozando de la supraconciencia de marras.

¿Será porque somos malos por naturaleza?

Ni los grandes filósofos y pensadores han logrado desenredar esa madeja.

¿Será que nuestro tránsito por lo material nos activa y hasta exacerba sentimientos negativos?

Haciéndonos actuar como la gota de agua que se cree separada del océano.

Al fin y al cabo, nuestro origen biológico jamás fue un remanso de ternura.

Nos parió el caos no como un poema, sino como un acto de supervivencia feroz.

Entropía sellada con fuego, a lo largo de millones de años, en nuestro código genético.

Donde subyace, hasta ahora, la bestia que compite por comida, dinero, lujos, energía, territorios, nutrientes….

¿Qué podíamos entonces esperar de nosotros mismos siempre a la defensiva?

Si bien a lo largo del tiempo logramos cierta redención, o transición de lo reptiliano a lo divino, gracias a las tradiciones filosóficas y místicas, aún seguimos muy lejos de sosegar del todo a la bestia primitiva.

Una verdadera pena porque bien podríamos ejercer el lado trascendente de la conciencia sin tener que morirnos ni clínica ni físicamente.

Sino a través del arte, la música, la meditación, la contemplación, el contacto con la naturaleza y algo tan simple como el abrazo fraterno al amigo, al enfermo, al niño, al anciano, a la vida toda.

En fin, esperemos a ver en qué para todo esto.

Por lo pronto, sigo escéptico, o sea, convencido de que cuando uno se muere, se muere.

En todo caso, de no ser así, cuando esté ya yo del otro lado, prometo a todos mis lectores jalarles de noche el dedo gordo del pie para que se pongan bien mosca.

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