Réquiem al tico frijolero

Muero de la curiosidad por saber en cuántos hogares de la GAM se cocinan aún frijoles negros o rojos.

De esos en olla a escape libre bien caldocitos, con sus buenos dientes de ajo, a veces guineo negro y hasta escabechados.

En mi casa natal, cocinarlos en anafre era un ritual divino al tener que atizarlos por todas las vías posibles: a todo pulmón, con retazos de cartón o la tapa de la misma olla.

Porque a puro fuelle humano era muy jodido por el «hogo» o falta de aire de uno en medio de aquella tempestad de hollín alrededor.

He hecho mi propio sondeo informal y la conclusión es que ninguna pareja joven ni persona sola que trabaje puede darse hoy el lujo de cocinar el clásico ollón de frijoles semanal.

Si acaso el par de huevos revueltos sin pinto ni maduritos para el desayuno porque tienen que salir como cachiflín hacia la oficina dejándolo todo tirado y revolcado.

Tanto así que, sin otro remedio, se han convertido ellos en los clientes predilectos de las comidas ligeras, o de paso, con sabor a «poliéster» y a quimiobebidas edulcoradas.

Y, además, en asiduos clientes de los productos procesados y empacados en lata, plástico, cartón o aluminio que se abren o destapan y… al microondas.

Me decía ayer una joven pareja de abogados, rabiosos amantes de los frijoles, que siempre tienen que esperar el fin de semana para poder comerlos donde sus abuelos.

Otra pareja, de una terapeuta y un ingeniero, me confesó que, ante la imposibilidad de perder dos horas patrullando los frijoles, le pagaban por turno a sus mamás para que se los cocinaran.

Tienen algo de razón: incluso aquí en casa, en nuestra olla de presión ya viejita, entre tosidos, silbidos y resoplidos están durando casi tres horas en suavizarse.

En mi caso particular, como adicto frijolero, a lo largo de mi vida he pasado por las peores pruebas, desde comérmelos como balines hasta tirármelos agrios, sin morir en el intento.

También en sopa negra con todo adentro, en empanadas, tipo congrí, «rice ‘n beans», con top de salsa bernesa, charros, refritos, a la diabla…

La más surrealista: helado de frijol negro.

Otros muchachos me dijeron que su única manera de poder comer frijoles en la casa era de lata enteros o de sobre molidos, lo que jamás es lo mismo.

Los empacados, por lo general, son frijoles de segunda y viejos, convirtiendo a quien los consume en una suerte de mufla humana a escape libre.

Otros, los más «friki», prefieren la comida chatarra a los frijoles por un tema de estatus social y cultural al considerarlos como «comida de pobres».

Si supieran que ellos existen gracias al frijol que deleitaba a sus ancestros ya desde el Neolítico, y no a las donas, ni a las hamburguesas, ni a las papas fritas.

Si supieran que Brad Pitt sufrió un ataque intestinal por sobrepasarse comiendo frijoles, y que el multimillonario Carlos Slim mata a quien sea si le falta un día su ración de frijoles.

Yo solía comer de los molidos a la hora de mis viajes por el mundo y me daban la gran salvada sobre todo en países de Asia y Europa donde la mucha carne y el exceso de marisco reinan en su paladar.

Por eso, antes que las chanclas, yo empacaba los frijoles molidos de tarro con su respectivo abrelatas a falta del abrefácil de ahora o el «destapalotodo» electrónico.

Me veo aún en la habitación de los hoteles chinos o japoneses hundiendo en el tarro, de una sola estocada, aquel abrelatas hechizo para, acto seguido, redondear el corte a filazos y palancazos.

De «tercera» o de «cuarta», esos cuchumbos me sabían a gloria eterna.

Lo más grave es que a la actual extinción del tico frijolero se suma la pronunciada caída aquí de la producción de frijoles durante los últimos 30 años.

Al punto de que no sé qué va a ocurrir cuando, a la hora de una catástrofe mundial, ni machete tengamos ya para sembrar lo que nos comemos por haberlo cambiado por chips, filtros y circuitos.

Desde los años 90, cuando internet empezó a globalizarse, se los advertí a los ticos en otra columna: «No guarden el machete, carajo».

Porque en una que va y otra que viene habrá que sacarlo del cajón de los fierros viejos para volver a vivir de la tierra, de la savia de sus raíces, de la esencia de sus milagros.

Porque de qué me sirve hoy tanto microchip, semiconductor o memoria RAM si, por falta de esa herramienta, no puedo sentarme a la sombra de un árbol con mi buen gallo de frijoles con repollo, pico ‘e gallo y aguacate.

Es inevitable: en la GAM se está acabando la «generación frijolera» de familias grandes donde siempre había alguien para cocinarlos, y todos para devorarlos.

Con plus de patita de chancho o, en su defecto, pellejo, culantro coyote, huevo duro y, para bendecirlo, vino blanco.

Solo en el campo profundo los frijolitos siguen siendo parte de su dieta hasta que, bueno… la globalización decida lo contrario y someta a los lugareños a sus menús sintéticos.

No hay nada en esta vida que, por saludables para uno y amigables para la naturaleza, iguale a los divinos frijolitos.

La queja de muchos de que avientan la tripa debido al exceso de gases tiene dos soluciones mágicas infalibles:

Una: tomar té de hinojo, hierba relajante muscular.

Otra: ponerse de hinojos, presionar la panza contra algo duro y esperar resultados.

(Precaución #1: no confundir los hinojos).

(Precaución #2: asegurarse de que no haya nadie a 50 metros a la redonda para evitar víctimas colaterales).

¡Salud noble frijol!

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