De mis tiempos idos

–¿Dónde estabas, hijo?

–Afuera viendo los carros pasar.

Esta expresión tan de mi niñez se usaba mucho y me encantaba.

Imagínense por un instante todo lo que nos dice esa simple frase cotidiana de aquellos años 40 y 50 del siglo pasado.

De cuando había tan pocos carros en San José que verlos era todo un acontecimiento social y familiar.

Tanto así que cuando al atardecer yo me sentaba en el quicio de la puerta a verlos pasar, allá frente a los cementerios en avenida 10, muchos vecinos estaban ya afuera disfrutándoselos igual.

Eran tan escasos que la frecuencia entre un carro y otro pasando podía ser, en ocasiones, hasta de ocho minutos.

Lapso generoso que aprovechábamos para mejenguear en media calle con la tranquilidad de que si venía uno, el conductor se detendría a que terminásemos la jugada.

Salvo que fuera la patrulla porque del carrerón nuestro no quedaban afuera ni las almas en pena que se escapaban de los cementerios a hacernos barra.

Ni siquiera había taxis ruleteros de aquellos con "mantequillera» arriba sino solo de garaje que uno pedía por el extinto teléfono negro que había en la esquina del barrio y cuyo número empezaba con la letra J.

El asunto es que lo normal en aquellas calles de entonces eran los carretones tirados por caballos repartiendo hielo, leche, carne y mercadería, así como carretas cargando verduras, frutas y también leche.

¡Quién de mi edad, o por ahí, no recuerda el mercado central capitalino rodeado de carretones estacionados, listos para el servicio de carga y transporte que se les solicitara!

Y ya más esporádicas, las carretas con bueyes cuyo rechinar y el «¡Eeeza!» del boyero resonaban como el eco remoto y melancólico de la Costa Rica campechana.

Por cierto que mis primeros «cincos» me los gané durante unas vacaciones escolares vendiendo leche desde una carreta azul, de tracción humana, a las amas de casa que salían a recibirme con sus ollas, tarros, picheles y miradas maternales.

Hasta que, bueno…la progresiva aparición de aquellos Cadillac, Plymouth, Ford, Mercury, Dodge, Oldsmobile y Studebaker se volvió un espectáculo digno de ver.

Con una consecuencia no tan digna de ver, al haber sido eliminados el emblemático tranvía y las jardineras, farolas, poyos, obelisco y bulevares del Paseo Colón para abrirle paso a la oleada de carros que se veía venir.

Era el San José aún de chonete, jabón de chancho,  escusado de hueco, cazadora, puros y cachimbas, ríos de poesía, amores de matorral, olor a boñiga y señoras en misa con velo y vestido porque todavía las mujeres no usaban pantalón.

El Chepe de cuando nuestras pupilas se llenaban de montaña, de suspiros en las pozas y de euforia en las cataratas.

Traigo a colación esta frase coloquial porque, de entonces acá, hemos llegado al punto de que si de algo no queremos saber nada es de carros.

La vida se nos escapa a chorros inmovilizados entre las presas bajo el estrés de motos, escándalo, violencia, accidentes, contaminación y sofoque.

Desde que me deshice del mío hace tres años me gané, felizmente, mis buenos kilos de vida, paz y placer.

Aún así, seguimos viendo los miles de carros nuevos  de todas las marcas, razas y pedigrí que salen por año a las calles a desafiar la matemática vial y la paciencia existencial.

Tantos que hoy día, cuando paso por la misma avenida 10 de los cementerios, evoco nostálgico aquellos viejos tiempos, pero invertidos:

–¿Dónde estabas, hijo?

–Afuera viendo los bueyes pasar.

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