El espectáculo de dormir
Nada existe en este mundo que nos haga más auténticos a los humanos como el acto de dormir.
Es la única función natural cuya esencia el hombre no ha podido aún desvirtuar, como ya lo hizo con las otras: hacer el amor, alimentarse, ir al baño...
La de hacer el amor la destrozó con las muñecas inflables, el sexobot, los huevos vibradores, la lengua tectónica y el masturbador térmico.
Muy lejos del par de herramientas reproductoras que nos han hecho evolucionar desde los tiempos del edén bíblico con la única y divina distracción de la serpiente.
La de comer, corrió pareja suerte al inventarse el arroz plástico, las carnes de laboratorio, los huevos acrílicos y los edulcorantes y colores artificiales.
En el mejor de los casos, comida de coreografías surrealistas como la que vi hace poco en dos restaurantes: una torre de langostinos sonrientes y un par de cisnes de pura alcachofa.
Lo del sanitario tampoco se le quedó nada atrás porque ahora se dispone de una tecnología «touchless» y de «washlets» inteligentes, incluso, contra toda suerte de imponderables digestivos, «pringapié» incluido.
Pero, queridos amigos, con la actividad de dormir, la especie humana fracasó al no poder alterarla gracias a que la conciencia, su conciencia, entra en estado de latencia cuanto más reparador sea el sueño.
Entre otras cosas porque, mientras está bien arrollada entre las cobijas, todas sus poses, sonrisas fingidas, saludos hipócritas y protocolos del día a día quedan reducidos a su nada superficial.
Por ejemplo, cada vez que te dormís, en una acción simultánea el maxilar se te relaja y la boca se te desencaja, cual grande la tengás, con todas sus consecuencias.
Una, la pérdida absoluta de glamur y, peor aún, de dignidad.
Otra: al tenerla abierta, la boca se te reseca horrible detonando el famoso «aliento nuclear».
Con el agravante de que, al roncar, tus sonidos irán en proporción a lo que hayás cenado esa noche y a tu propia caja de los truenos, pues no existen sobre la faz de la Tierra dos ronquidos iguales.
(En caso de duda usar el metrónomo).
En lo personal, a mí me impresionan mucho los ronquisonidos a motor viejo de vagoneta (preferible del MOPT), a motosierra alucinada, a silbador con resople final y a ánima en pena.
Durmiendo, mi primo es todo un músico: cambia de sonidos o instrumento tantas veces como se dé vuelta en la cama.
O sea que con gran facilidad pasa del trombón desafinado, al tractor tataretas y al goteo del tubo sin empaque.
A juzgar por mis rastros al amanecer, cuando duermo me da por frotar una y otra vez la cabeza contra la almohada, como corneándola.
Aunque a ciencia cierta no he podido descifrar la razón, lo atribuyo al desasosiego propio del inconsciente tratando de «resetearse» y liberarse de sus bichos.
A petición de ella, yo a menudo le mando a mi psicóloga fotos del estado final de mi almohada para que la ausculte bien y espulgue mejor.
Si bien me ha dado varios diagnósticos, parece que el más sospechoso es el de mis deseos reprimidos, ocultos e inconfesables.
Me he puesto a repasar algunos, pero no les llego: ¿La de ser diputado? Ni por toda la fortuna de Elon Musk.
¿La de ser masajista oficial de Jennifer Lawrence? Para saberlo, la psico me pidió la foto de mi cara recién despierta.
Más allá de lo psicológico, las marcas topográficas que, tras el estrago onírico, me quedan en la cara, no me preocuparían tanto si fueran de las que a las dos horas se quitan, pero, a mi edad, más bien se apretujan con las que ya luzco… y para el resto de mi vida.
Decía mi abuela que en ese crucigrama de arrugas se ocultaban mensajes proféticos, pero yo solo encuentro patéticos.
A otros bellos durmientes les va aún peor al convertirse en actores de su propio sueño volando patadas, insultos y puñetazos al aire, contra la cama, el despertador…
O pronunciando en pleno sueño el nombre de alguna mujer a la sublime hora del éxtasis: «¡Margarita, Margarita…!».
Y ante el enjache y reclamo de la esposa a la hora del desayuno, él se defiende diciendo que no, que jamás, que solo estaba soñando con la pizza.
Yo del todo dejé de comer en la noche desde el infausto día en que tuve la pesadilla de correr desnudo en público y nadie me aplaudió, vitoreó ni dijo «¡guau!».
Ni la policía me alzó a ver.
Tampoco me llamó chica alguna invitándome a salir.
En fin, que de una u otra manera uno tiene que pagar caro el precio de dormir rico, profundo y angelical.
Como cuando amanecemos también con la cara hinchada y los párpados como bolsas de «súper».
Las modelos, influencer y ejecutivas se aplican cremas «fricky» antiojeras, pero con unas compresas de agua fría o rodajas de pepino esa piel quedará como de bebé.
En síntesis, queda aquí demostrado que dormir es el momento más transparente del ser humano en el que desaparecen las vanidades, títulos y máscaras sociales.
Dormir nos hace libres, la verdad que somos y el retrato sin filtros del ser humano por más cremas «antiage» y colágenos que se embarre.
A la santa hora de estar uno despatarrado durmiendo, no hay egos, soberbias ni cargos honorarios que valgan.
Uno, por fin, es el que es; un cuerpo y su cerebro reacomodando sus tiliches mentales a lo largo de las horas-sueño.
Por eso me fascinan los temblores de 6 Richter para arriba en plena madrugada cuando todo el vecindario salta a media calle sin darse cuenta de sus fachas hasta que el susto pasa, vuelven en sí, se miran y vuelan pa dentro otra vez, espantados ahora de ellos mismos.
«Homines sumus»