Que alguien me diga quién soy
Sin haber consumido yo alucinógeno, opioide o estimulante alguno, ni siquiera un jarabito pa la tos, he llegado, por fin, a la gran conclusión de mi vida.
A la de que yo no soy yo y, por arrastre, ustedes tampoco ustedes.
Más aún, a la de que nunca he sido yo y que traspasaré la cerca metafísica sin haberlo sido.
Con el agravante de que tampoco he sido otro, o sea, un antiyó.
No soy yo en ningún sentido por más que me veo, busco y ausculto por dentro y por fuera y de arriba abajo.
Ni en el biológico, ni en el social, ni en el filosófico, ni en el psicológico…
Mi cataclismo existencial sobrevino hace años al enterarme de mi origen simio, o sea, 96% chimpancé y 4% un licuado de otras especies.
Aunque en mi caso, más bonobo que chimpancé por lo romántico, mimoso y querendón.
Resolviendo retos y adversidades por la única vía de escape posible, la natural, es decir, amando.
Con el amor como mi mejor psiquiatra por dentro.
Luego de ese episodio simiesco que estremeció los cimientos de mi ser, surgió el siguiente, no menos traumático.
Por culpa de Freud. ¡Tenía que ser él!
Me dijo que mi yo, ese entre homínido y humanoide, cohabitaba mi psique con el ello y el superyó.
O sea, tras de que éramos muchos…
Para peores, en franca desventaja, con ambos zarandeando a mi yocito indefenso a gusto y placer.
De feria, con un inconsciente indómito, dominante y protagonista tomando las decisiones por mí.
Ninguneando y restando mi yo consciente.
No obstante, lo peor estaba por venir porque cuando ya me había resignado a ese yo multitudinario, aparece el siempre aguafiestas de Nietzsche.
Con la especie de que el yo individual, en tanto ente fijo, es una entelequia, una ficción, a menos de que se rebele, saque pecho y se convierta en superhombre.
Horrible: no solo yo ya no era yo sino que tampoco existía la figura cliché del yo freudiano.
¿Qué era, entonces, de mí?
Sé que existo porque pienso, pero eso no me dice nada de que yo sea yo.
Sé también que tengo un nombre, pero ¿cuál es mi sustancia existencial detrás de este cromazo?
O, aún más místico: ¿cuál es mi sustancia trascendental?
Podría decir, fachenteando, que soy mi cerebro con mil trillones de trillones de átomos, pero sería para mí una definición muy insípida.
Nada sexi, la «carnita» que más necesitamos.
Ni siquiera anatómicamente tuve un yo consistente porque fui niño, muchacho, viejo y…ahora anciano.
Salvo que de bebé gateé y ahora también.
Ni siquiera tengo un yo social hecho y derecho en tanto, según la ocasión, recurro a máscaras.
Ante el enemigo, ante la chica que me guiña el ojo, ante el acreedor que me persigue…O a donde vaya: fiesta, velorio o estadio.
¡Ajá! ¡Con que además tengo un yo espejo!
Entonces ¿cuándo uno es uno?
Quizá cuando el cabrón árbitro le quita un penal a Saprissa en semifinales.
Se me sale ahí el inconsciente primate.
Señal inconfundible de que al menos antes, en nuestra noche de los tiempos, éramos auténticos.
¡Lo que es la vida!
Tanto presumir el humano de saberlo todo y aún sigue sin conocerse a sí mismo.
El asunto se me complica todavía más porque si no tengo claro mi adentro existencial, menos voy a tener claro mi afuera mundanal.
¿Qué es lo que capto de afuera con mis sentidos si estos están prejuiciados por su zafarrancho identitario en las cavernas?
Como la realidad espectral de mi amigo Platón.
Entre la razón y el empirismo, ambos bien agarrados del moño.
Mientras, por allá lejos, la realidad tal cual: ignota, inasible.
La de la estructura profunda de las cosas y no la vaga, brumosa y superficial que percibo.
La cosa es que estaba yo en esos devaneos para saber quién soy, dónde estoy y hacia dónde voy cuando otro arrebato humano me apeó de la mula.
Su majestad la realidad alternativa.
Una sola en muchas: virtual, aumentada, artificial, mixta, digital… todas sobre universos superpuestos.
Haciéndome saltar de mi realidad todavía opaca y vacilante a una a la carta, según mis patologías de turno.
Esta misma columna debo estarla escribiendo desde mi realidad demencial, a mucha honra, carajo.
Una deriva que me aleja aún más del misterio del ser.
Ante eso, como el tiempo pasa y pasa y ningún sabio me despeja el nubarrón ontológico, decidí hacerlo por mi cuenta y riesgo.
He decidido renunciar ya mismo, y del todo, al yo, a mi yo, sean uno, varios o muchos.
¿Será posible hacerlo sin dejar de ser o existir?
A desecharlo como ese constructo humano estereotipado que nos han zampado por años.
Me voy a contentar con ser la energía que me hace parte de la sustancia primordial del universo.
Cualquier cosa: entre 100 y 400 voltios, según si estoy haciendo la siesta o bailando swing.
Pero, eso sí, energía descontaminada de presencias, supersticiones, deidades y divinidades.
Quiero ser solo ese voltaje que fluye en mí a lo largo de un presente eterno, libre de pasados y futuros.
Dejándome llevar a ese adónde desconocido cuya primera estación debe ser la paz, la misma que desde ya estoy sintiendo.
¿Seguirá después la estación de la verdad, para recorrer y descubrir por fin todos sus meandros?
¿Y luego la estación del amor, para convertirme allí en el verso atrapado entre los labios carnosos de alguna diosa libidinosa?
¡Hijo, perdón! Rectifico. ¡Qué pena!
Por algún lado se me tenía que salir lo humano y lo profano.
¿Quién soy?