El choque del siglo
El país se acerca cada día a un dramático choque planetario entre dos poderes extremos que sellará su destino inmediato.
La supercolisión entre la oligarquía con sus élites de lujo y el pueblo con sus ciudadanos de a pie.
Nada nuevo, en realidad, sobre la faz de esta patria bendita, pero esta vez, por los vientos que soplan, decisiva para su democracia.
O para lo que de ella nos han dejado sus filibusteros institucionales.
Si bien desde tiempos inmemoriales la oligarquía ha tenido aquí un protagonismo estelar dentro del vasto tinglado político, ahora más que nunca, oliéndose quizá el peligro, muestra sus garras sin ningún pudor.
En el afán de blindar y aumentar sus fortunas, los ultrarricos se han valido, a lo largo del último medio siglo, de toda suerte de acrobacias para penetrar, hasta el tuétano, el poder político.
Y trastornar, de paso, toda la relojería institucional, jurídica y administrativa del Estado para hacer de la otrora democracia de carne y hueso de nuestros abuelos, un espejismo.
El simple ejemplo de que, ni por asomo, soportan que la democracia se fortalezca reduciendo la desigualdad social por la vía de repartir la riqueza de manera justa, basta para llenar un universo completo de iniquidad.
Su ambición, codicia y mezquindad son de tal grado depredadoras que no les da ni la inteligencia y menos la sensibilidad humana para entender que, cuanto mejor esté el país, todos también lo vamos a estar, incluso ellos con sus whiskis, mayamis y caviares.
Pero lejos de esto, la evasión y elusión fiscales que, como deporte ejercen con la complicidad de sus mayordomos de palacio, se cuantifica hoy en billones de colones en perjuicio del desarrollo y bienestar del país.
Invaden las funciones y actividades más lucrativas del Estado financiando, a muy enjundiosos réditos, las campañas electorales de los partidos políticos con el consiguiente nexo entre ellos mismos para matráfulas y compadrazgos a todo nivel.
De forma nada piadosa, despojan a campesinos y lugareños humildes de sus parcelas agrícolas en playas y montañas para vendérselas, a precios obscenos, a las grandes corporaciones desarrolladoras e inmobiliarias extranjeras de turismo hotelero y residencial.
Socavan y desestabilizan instituciones emblemáticas del país que cumplen una función vital al ciudadano, como la CCSS y el ICE, para hacer clavos de oro personales, en el mejor de los casos, e intentar privatizar y monopolizar sus servicios, en el peor.
Se aprovechan del Estado para hacer costosísimas obras, como los canales de riego, nunca para beneficio de las comunidades pobres y urgidas de agua potable, sino para sus latifundios y haciendas que pagan miserables tarifas mensuales.
Con el cuento o fábula de que obtendría inimaginables beneficios, los multirricos embarcaron al país a tener relaciones diplomáticas con China para que, al final de los tragos protocolarios, fueran ellos y sus secuaces los que se repartieran el manjar.
A la medida de sus cuentas bancarias «offshore», ganan la mayoría de las licitaciones del Estado para quedarse con las rentas e inversiones más jugosas de un inagotable y suculento menú de actividades.
Desde autopistas de primer mundo hasta alquileres de edificios al Estado, pasando por flotas de vehículos, redes de telefonía, servicios médicos, lotes para hospitales…
Pagan por debajito a altos jerarcas legislativos por servicios de cabildeo, asesorías, influencias e información sensible, así como cariñitos, pluses y extritas a altezas judiciales y fiscales a cambio de impunidad.
Se apropian de influyentes medios de comunicación para ponerlos al servicio exclusivo de sus intereses en menoscabo de la ética, la veracidad y el derecho del ciudadano a opinar y estar bien informado.
Son, además, duchos concentrando el poder a través de mandos medios, redes de funcionamiento, amigos, partidarios, subordinados y una calculada repartición de cargos.
Una sola familia potentada de este país ha sido capaz, hasta la fecha, de permear, contaminar y arrodillar a todo nuestro régimen institucional a punta de carantoñas, privilegios, salarios y pensiones vitalicias.
Todo esto, por supuesto, «fina cortesía obligada» del ciudadano llano y mundano que la paga y la sufre.
¿Cómo luchar contra todo este maligno sedimento milenario que, como pueblo, nos atrapa de pies a cabeza?
De ahí que los meses que se avecinan sean cruciales sobre todo cuando, bajo el yugo de esa oligarquía, sus lacayos desplieguen todo el potencial de que son capaces para impedir que, en febrero de 2026, el pueblo los eche, lapicero en ristre, de sus palcos VIP.
Toda una campaña terrorista institucional que empezó, desde sus flancos legislativos, judiciales, electorales, burocráticos y mediáticos, contra el gobierno actual cuando asumió el poder.
Y que, bajo cualquier ocurrencia, pretexto o delirio, podría recrudecer con acciones que comprendan desde el levantamiento de la inmunidad del presidente, hasta el rechazo a la inscripción del partido afín a su movimiento, pasando por el posible fraude electoral.
De modo que el país se encamina a un nuevo episodio histórico entre la oligarquía dispuesta a aferrarse a su pastel de riqueza, y «los nadie» decididos a reivindicar sus derechos, conquistas y dignidad.
Ya estos últimos lograron dar un gran primer paso en 2022 y lucen hoy ansiosos y optimistas para el definitivo en 2026.
La historia da fe de que el verdadero poder del ciudadano de abajo puede sorprender y hasta ser devastador para las ínfulas y arrebatos de la oligarquía y las élites.
Así que no lo olviden, queridos compatriotas de genuino corazón tricolor: a partir de 2026, Supremos Poderes Ciudadanos.