Columna cumpleañera

Ayer, mientras desayunaba mi «pinto» con huevos, me entró una llamada repentina al celular:

–Buenos días. ¿Don Edgar?

–A la orden.

–Le llamamos de la funeraria La...

–¿Qué… ya me quiere enterrar?

–No, no… (risa nerviosa), este…

–Se equivocó de Edgar.

Increíble de lo que son capaces las bases de datos de las empresas hoy en día: sabían de antemano que hoy, 10 de mayo, cumplo 80 órbitas al Sol.

–Es para ofrecerle nuestra variedad de promociones…

–¡Rechazo!

–Incluye cofre tipo «Octopilar» …

–¿Por octogenario, por ser el esposo de Pilar o por ambos?

–Además, estética del cuerpo, maquillaje, retoque…

¡Lo que es la vida, o la muerte, ya no sé; ahora al cielo se llega «fit»!

–También servicio de bocadillos dulces y salados.

–Salado yo, porque el ánima nunca ni los prueba. Vea, señorita: déjeme acabar mi café y le aviso.

–Por cierto, también le ofrecemos capuchino.

–Ah no; a mí sin cura.

Le aclaré que en mi caso particular me inclinaba más por el sistema de cremación y, bueno…

Me ofreció la cremación con vela, urna, coros, decoración, avemarías, incienso, arreglos florales…

La parte buena es que ahora te queman tan bien, pero tan requetebien, (creo que con tecnología IA) que hasta las parrillas del pisuicas se han vuelto demodé.

Al final quedamos en que como mi último deseo es que, sin más protocolo, esparzan mis cenizas en el mar, allá en Bahía Culebra, ella me haga un presupuesto «flat» en vez de uno «fit» para que me salga más cómodo.

Incluso me prometió, a modo de «upgrade», no cobrarme la lanzada al mar pues, debido a que es prohibida por ley, hay que hacerla de manera subrepticia y clandestina.

Yo accedí siempre y cuando no penalicen al muerto, o sea, a mí, en el evento de que una patrullera naval nos agarre con las manos en la masa.

Como no hay almuerzo gratis, acto seguido la chica de la funeraria procedió a pedirme que le llenara una «encuesta de excelencia y satisfacción».

Lo que no me dijo fue si antes o después… Debe ser después porque si no cómo sabe uno si le gustó el servicio. 

El asunto es que para mi ego sutil y senil hubiera sido más alentador la llamada, no de la funeraria, sino de algún centro de belleza, estética, spa, depilación o «makeup» ofreciéndome lo mejor de su especialidad para el tiempo que me queda.

No sé…que una sumersión en «botox», que «shots» de colágeno, que relleno de arrugas y líneas de expresión, que raspado quitamanchas, que láser fraccionado…

Siempre es bueno quererse un poco, aunque sea a última hora, con ese tipo de chineos faciales de cara al público que te ve, y de cara al espejo que te asusta.

Ya que siempre es mejor un embalsame en vida que uno en el «ya pa qué».  

Sea como sea, la fúnebre llamada me marcó mucho al hacerme tambalear el orgullo propio y mi reto de vivir hasta los 125 años, tal cual lo anuncié aquí.

¿Habrá sido, acaso, algún mensaje o admonición subliminal del más allá por desafiar sus códigos sobrenaturales?

Ante eso, tome la decisión de hacer una pequeña triquiñuela por si fallo en mi atrevido pronóstico existencial.

Consciente siempre de que a los 80 la moneda está en el aire y en cualquier momento me saco la rifa.

Amén de que con esta presión alta y este colesterol también por las nubes que me han perseguido por años, en cualquier momento cuelgo el caite.

De ahí que, para sacarle el máximo jugo a la vida, me propuse ser más selectivo en mis cosas separando la paja del trigo para evitar lo superfluo.

Como dejar de bañarme.

Ducharme con enjabonadita «everywhere» mientras canto «Me muero», «Angelitos negros» o «Espérame en el cielo» es perder horas-vida decisivas.

Se me van, en esas trivialidades, por lo menos veinte valiosos minutos diarios que bien podrían servirme para escribirle versos a mi jefa Pilar.

«Cuando al país le cumplas tu promesa

de entregarle estos años a ayudarlo,

habrás logrado al fin la gran proeza,

de enseñarnos a todos cómo amarlo».

¡Ay carajo!

No suena mal, pero con una pulidita, ajustadita y talladita que le haga, me gano el «Encanelado» peruano de la que ella es experta para encenderle hoy los 80 cachiflines.

O bien, esos mismos veinte minutos para una caminata por la playa cerrando mis cuentas del día ante ese sol que se disuelve entre fosforescencias y reminiscencias... 

De ahí que toda mi higiene corporal se haya reducido a darle mantenimiento al «motor» y a las «alas» cuya prolija atención, ablución y calibraje es ley universal.

La otra cosa que eliminé de mi menú existencial es la manejada de auto para así poder ganarme las dos horas diarias de vida que desperdiciaba en medio de las infames presas, bilis, estrés y vértigos incluidos.

Para no salir a la calle, ahora trabajo en casa dedicado a lo de siempre: escribir para quienes me contraten desde simples notas, sermones y panegíricos, hasta actas de independencia, pasando por odas, acrósticos y demás líricas altisonantes.

A todo le entro.  

No obstante, lo que de este trabajo más me deja y entretiene son los mensajes digitales de amor que un ya nutrido mercado de damas me solicita, muy en privado, para ellas enviárselos a sus amantes, parejas o querendengues.

No solo para conquistarlos y enamorarlos, sino también para reclamarles alguna infidelidad, cortar de cuajo la relación, fortalecerla, ponerla a prueba o reiniciarla.

Todo un tema.

En otras palabras, estoy viviendo a tiempo completo del amor, una actividad superlucrativa por donde se le vea y, hasta donde sé –mejor no pregunto–, exenta de IVA y renta.

Amor tórrido, fatuo, suicida, intenso, platónico, ciego, escabroso…pero amor.  

En fin, que me siento tan hallado en esta vida con lo que hago y deshago, que a ratos más bien me asusta la posibilidad de no morirme nunca.

Me asusta que no haya surgido aún la enfermedad que me vaya a sentenciar, salvo esta del amor, por invencible que parezca.

De ser así, me encantaría morirme de «idiliopatía terminal» para cerrar la última página del libro de mi vida con una sonrisa tan pícara como zángana.

«¡Espérame en el cielo, corazón…!»

Siguiente
Siguiente

Abran paso que viene el pueblo