¿La plata o la vida?

Ustedes no se imaginan lo que más me impresionó el día en que, todavía muchachón, visité por primera vez Estados Unidos.

No fue la deslumbrante fosforescencia de sus megalópolis, ni las travesuras del buenazo de Tribilín en Disney, ni las plataformas de lanzamiento de los imponentes Saturno.

Tampoco los pasillos de la Casa Blanca todavía olorosos al Chanel Nº5 de Marilyn Monroe, ni las Rockettes a toda pierna en el Radio City Music Hall de Manhattan y ni siquiera, óigase bien, ni siquiera el célebre Sapphire de Las Vegas.

Ese santuario del divino pecado donde las esporas de la libido azucaran a placer su aura lujuriosa.

Lo que más me impactó fue que nada se mueve en ese país sin que medie su majestad el dólar, corazón sagrado del capitalismo.

Donde todo se vende y todo se compra a rajatabla, sin margen para la mirada espléndida, la sonrisa obsequiosa o la mano indulgente.

Donde la misericordia, con sus alas atadas, mira nostálgica el cielo hacia el que podría volar para luego derramarse, como lluvia bendita, sobre tanta necesidad humana.

Llegabas de emergencia a un hospital y si no depositabas antes $1000 te pudrías en la banca de la entrada esperando a nadie.

Ante aquel sobrecogedor escenario, evocaba yo a mi Costa Rica de entonces tan diferente: humilde, noble, desprendida, humana.

La de la pobreza que daba sin tener ni esperar nada.

La de la vecina que llegaba a tu casa a dejarte de regalo el gallito de papas con chorizo que había cocinado para el almuerzo.

La de la abuela que bajaba a trompicones del cerro a inyectarte, curarte la herida con yerbas milagrosas o sobarte la «pega» de cerdo.

La de la partera que asistía a la madre desvalida, la de la rezadora que nos salvaba en el novenario y la del conocido que llegaba a taparte la gotera del techo.

A cambio de un simple «Dios se lo pague», más el café y el bizcocho que uno les daba.

Sin embargo, con el tiempo, toda esa cultura nuestra del favor y la caridad se acabó cuando todo aquí también se «estadounizó».

Cuando nos llegó el día en que aquí tampoco nada se movía sin el guiño del «poderoso caballero don Dinero».

¡Y de qué manera!

Porque, encima, figuramos hoy entre los países más escandalosamente caros del planeta.

Nos volvimos parte de esa sociedad brutal vorazmente ambiciosa y obsesiva por el dinero a toda costa.

En la que todo se negocia y todo se subasta a todo nivel; de la conciencia para abajo...

¿Quién da más por la dignidad? ¿Cuánto por el honor?

Porque si no sos rentable y explotable, estás fuera, no servís, apestás.

En la que la prosperidad se mide por la rebosante salud de la cuenta bancaria y nunca por la esencia humana.

Ya lo dijo mi amigo Quevedo: «Madre, yo al oro me humillo, él es mi amante y mi amado…»

Vivimos la Costa Rica ya no «Rica» por la paz de sus calles, los «buenos días», la poesía de sus montañas, los niños a todo grito en el parque, las serenatas inflamadas de suspiros.

Recuerdo que hasta los campesinos se quitaban el sombrero en señal de saludo.

Sino la «Rica» de los Ferraris y Lamborghinis, de los Rolex o Tag Heuer, de las suites de $50 mil la noche y de los jets privados.

Que no importa, carajo; está bien, qué dicha, pero sin perder los equilibrios del poder, la sensibilidad social y la justicia.

Para que esa otra Costa Rica chonete al menos viva, coma y duerma bien.

Mi otro amigo, Víctor Hugo, el de Los Miserables, reconocía, pese a la holgura de sus personajes ricos en la obra, la importancia de estos en tanto su fortuna trajera bienestar a los nadies.

Pero aquí en nuestra patria, con el auspicio y complicidad de las élites política y económica tradicionales, la desigualdad social creció campante y rampante.

Sin una educación como aquella del aula y «la niña», la tiza y el pizarrón, sino otra muy distinta: manoseada, superficial, mercantil.

Con universidades que le dieron el portazo a la filosofía, a la ética y al humanismo para convertirse en los Burger King académicos de hoy.

O en claustros dionisiacos para sus bacanales con el dinero de los ciudadanos de abajo.

Dinero que nos ha reducido a máquinas de consumo y explotación.

Vaciándonos de todo contenido humano.

Privándonos de esa parte existencial tan nuestra como el arte, la inspiración, el silencio, la catarsis…

Todos ellos, nutrientes del ser.

Privándonos de aquellas canciones con sabor a corazón desgarrado por el desamor, a cambio de las «tecno» de hoy con sabor a silicio y transistor.

«¡Paloma negra, paloma negra! ¿Dónde estarás?»

Privándonos de ese supremo ratito para cerrar los ojos en la mecedora y redescubrirnos en cada pensamiento, en cada sentimiento.

Con la ventana abierta a la lluvia suave del atardecer.

Yo, como irredento soñador, muero porque la quinta fuerza motora de la humanidad pueda ser algún día la del amor.

Tomando en cuenta que las cuatro primeras (la religión, la filosofía, la política y la tecnología) nos han dejado un estado de ganancias y pérdidas en rojo.

Sumen, a ver, cómo está hoy repartida la riqueza; sumen, a ver, las diarias matanzas genocidas del poder maniaco.

Sumen, a ver, qué es hoy de nuestra privacidad e intimidad, de la familia, de los valores.

Sumen, a ver, qué es hoy de la democracia y los derechos humanos.

Por si fuera poco, las cuatro fuerzas, pese a sus abismos doctrinales entre sí, unidas a través de ese dios silencioso y omnipresente llamado dinero.

La última de ellas, la tecnológica, dejándonos desde ya la impronta de un ser humano desdibujado en un planeta sin aliento.

Víctima de un cambio climático cuya factura se saldará con más desigualdad, violencia y esclavitud.

Desde la televisión, que se nos metió una vez hasta la cocina de la casa a dinamitar nuestra percepción de la realidad, hasta la IA, que nos sume hoy en los miedos ontológicos más profundos sobre nuestra suerte existencial.

Ya no estaré para vivirlo, pero les prometo que ninguna fuerza podrá nunca moldear al mejor ser humano como la del amor.

El amor libre, abierto, leal e incondicional, único capaz de hacer hermanable la felicidad.

Sin dogmas, contratos, sacramentos, vértigos ni dinero.

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