Mis compras de la semana

Cada vez que salgo de compras me blindo de «ranger».

 

Así vaya solo por culantro, tacacos o empanadas.

 

Respiro profundo, cierro los ojos, me concentro y, con arrojo y determinación, lanzo mi grito íntimo de guerra: «Pelearás y triunfarás».

 

Así es…, contra mis dos peores e implacables enemigos a la hora de las compras: la tentación y la especulación.

 

Sé bien que ahí afuera me aguarda, eufórica y sibilina, la emboscada de negocios, tiendas, almacenes, farmacias, supermercados, restaurantes y centros comerciales.

 

Para deslumbrarme,  primero, con sus creaciones, inventiva y prodigios tecnológicos y, luego, pasarme por su sagrada guillotina: el datáfono.

 

¡Matáfono!

 

Porque a lo dantescamente caro que está todo, hay que añadirle la desmesurada ambición de lucro del comerciante.

 

Codicia que sobrepasa, incluso, los postulados de mi buen amigo Adam Smith (¡qué juntas las mías!) quien no obstante su incendiario liberalismo, ponía cierta brida al capitalismo salvaje.

 

De modo que, aunque mi lista de compras tiende a ser muy modesta, limitada a verduras, frutas, legumbres, pan y lácteos, las diferencias de precio entre un lugar y otro son abismales.

 

Razón por la que, cada vez que salgo de «shopping», ande en «modo safari», cazando por aquí y por allá el mejor precio posible para no acabar más bien siendo yo la presa.

 

Máxime que esta semana, además del diario normal de la casa, mi lista incluía, en la casilla de «emergencias», calzoncillos.

 

Algo que, por más cerca, me obligaba a ir al «mall», ese santuario del placer material donde los demiurgos del marketing te sedan para decapitarte de un tajo.

 

Dicho y hecho, no bien entré, las vitrinas me daban la bienvenida envolviéndome en su liturgia coreográfica de música, serpentinas, globos, fragancias y vapores multicolor.   

 

Para hacerme caer redondito en sus señuelos, a los que reaccioné con calculada frialdad al continuar mi rumbo, valiente e imperturbable, hacia los benditos calzoncillos.

 

Empero, ante mi evidente indiferencia, el ataque de las tiendas arreciaba, chicas de escaparate incluidas, para mostrarme todo su arsenal de modas, últimos inventos, tendencias y tecnología de punta.

 

Por acá, relojes inteligentes, auriculares inalámbricos, masajeadores de piernas, correas de muñeca con luz led, ventiladores de cuello portátiles.

 

Seguí avanzando, «mall» adentro, impertérrito, ceñido en mis míseros calzoncillos, por y para lo que vine, carajo, dejando atrás los cadáveres de la fantasía, el derroche y la suntuosidad.

 

«¡Qué bien, Edguillar!», me elogia mi yo amigable, agente secreto de la conciencia. «Sos ejemplar».

 

Por allá, el reproductor MP3 con Bluetooth 5.2, (indescifrable para mí porque ni yendo a Harvard); la mini impresora rotuladora, el Versace Eros Edt para enloquecer a Taylor Swift en medio concierto, la trituradora de pollo XWZ220.

 

A mi lado, otra modelo, ya más voluptuosa, solícita y matadora, esperándome en la perfumería entre esencias y afrodisiacos para narcotizarme con sus efluvios.

 

De repente, en medio de todo ese cosmos alucinante, algo me atrae e impacta la curiosidad:

 

¡Un rascador telescópico de espalda!

 

No sé; lo vi y me encantó.

 

Porque, bueno, tampoco asceta, ni ortodoxo. Al fin y al cabo, humano soy, con mis sombras y deslices.

 

«¡Puta, tan bien qué íbamos!» –salta otra vez mi yo puravida.

 

Reclamándome la fuerza de voluntad, el buen juicio, la mesura, la sensatez y la frugalidad que debo observar de acuerdo con mi juramento inicial.

 

Vaciándome, encima, la retahíla entera de valores y principios, fortalezas y sabiduría mientras ve que agarro, traveseo e investigo el genial aparato.

 

«¿Para qué carajos un rascador? –me pulla–. ¿Y telescópico, además?

 

» Has podido vivir más de 80 años sin eso, rascándote la espalda contra el canto de una puerta, el filo de alguna pared e incluso con un pedazo de bejuco.

 

» Vayamos a lo que vinimos, por tus calzoncillos, mae, que bien que los necesitás porque, puchis, esos que andás …¡!

 

Entretanto, mi yo pisuicas azuzando para que compre el rascador porque «vea patrón, es de cactus extensible con púas de 1/4 y 1/2 pulgadas, retráctil y para todo tipo de picazón, piojillo incluido, personalizado con tu nombre gratis. Gangón».

 

El asunto es que, al final, logro superar la prueba, opto por no comprarlo y llego por fin a la meca de los calzoncillos.

 

Tal como me lo suponía, carísimos e inapropiados para mi estatus, estampa y biotipo.

 

Los «Stretch briefs», no me van, y los «Buffalo» de David Bitton, no me vienen.

 

–¿Y este, tornasol, para vos que sos medio fulgoroso? –ironiza mi yo pisuicas.

 

Los mejores que encuentro son a rayas, asedados y sin jareta.

 

–Ni se te ocurra –sentencia mi yo amigable–. Demasiada plata y son medios… mmm. Vos me entendés. Lo de la jareta es lo de menos porque ya de por sí orinás sentado.

 

–En cualquier caso, la costurera te abre la jareta –tercia, mordaz, mi yo satán.

 

–¡Ya quisiera ella! –me defiendo con donaire de macho alfa 3.

 

–Mucho mejor los calzoncillos de la Feria del Agricultor: «fireproof», todoterreno, al menudeo y con la máscara de Batman –propone mi yo aliado.

 

–Porsiaca, también hay pañales –remata el otro.

 

–¡Cabrón!

 

Evoco entonces, nostálgico, mis calzoncillos de muchacho.

¡Una maravilla!

 

Me los hacia mi abuelo con la tela de los sacos de manta donde empacaban el azúcar, tras ponerla en remojo varios días para suavizarla, cortarla y coserla.

 

Como la palabra «azúcar» nunca se borró de los calzoncillos por más lavadas y restregadas que mi mama les daba, mi zona roja hizo gala siempre de una dulce lujuria.

 

De repente, me entra la llamada wasap de mi contacto en redes que me mantiene al día con las ofertas de los «súperes».

 

–Mirá patrón lo que te tengo: en el Auto rebajaron en ¢600 las hamburguesas vegetarianas; también en Pali el queso Turrialba y el paquete de seis zapallos a ¢1.250 en Walmart. ¿Te interesa el salchichón? Está a ¢3.500 el metro donde el chino y ya queda poco.

 

–¿Qué más me ofrecés?

 

–Te puedo conseguir un poco de mafufa. Yo sé que vos no le hacés a eso, pero vieras lo que ayuda pal estrés y los celos.

 

–N’hombre; me refiero a comida.

 

 –Muy poco. Hasta lo barato sale caro. En el Máspor, los talladores de Victoria’s Secret, escote profundo, están 2x1.

 

–Pero eso no se come.

 

–¿Quién dice? En la emoción y confusión con la güilona, también sabe. Quedan pocos, nada más te digo. Y por último, en PriceSmart hay mucha ropa en «sale» por el Día de la Madre.

 

–¿Calzoncillos también?

 

–Solo chones, mae, pa las mamis.

 

En medio de todas estas peripecias, mi compra semanal siempre es un éxito económico por lo que ahorro y la calidad del producto que consigo, salvo esta vez con los injuriados calzoncillos.

 

Mañana sábado, puntual a primera hora, estaré en el tenderete clandestino de ropa íntima de la feria a ver si, por fin, consigo algo icónico para mi zona roja.

 

¿Habrá de manta?

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¡Auxilio… me rindo!