Mi Yo intrigante

Que nadie se quite el tiro, pero usted, yo y todos llevamos dentro un Yo intrigante.

Ese diablillo interior que convierte la vida cotidiana en un exquisito teatro de juicios secretos contra el prójimo.

Sin importar dónde estemos: de vacaciones, en el supermercado, con visitas, en redes, en la fiesta elegante, en el funeral…

Si no que lo diga yo mismo, que estoy ahorita aquí tomando el sol como quien medita sobre la existencia, pero en realidad…analizando el ecosistema social que flota a mi alrededor.

Haciendo el inventario de los pecados ajenos.

Sin que nadie se me escape…

La del bikini fosforescente que no se ha visto en un espejo.

El del flotador unicornio que parece magistrado sin querida.

La dama que resbala y cae en el borde de la piscina, pero intenta incorporarse con una dignidad de reina destronada.

Aquí en las piscinas uno cree que la gente solo está bronceándose o leyendo Vogue, pero…está pendiente hasta del más mínimo detalle de quién va, quién viene, cómo camina, a qué huele…

Hay más miradas que cloro en la piscina.

Las tumbonas son los tronos del pequeño dios que todos llevamos dentro: el Yo Juez que sentencia.

Al musculoso con gafas a lo Tom Cruise que nada despacio con mirada de ‘yo controlo el mundo’.

A la del trasero “Iris Chacón” con piernitas de colibrí …cada zambullida es un espectáculo de física invertida.

En el fondo, nadie nada: todos fisgonean; del verbo tico “chepiar”.

En el supermercado, igual. La fila para pagar es un laboratorio de sociología en silencio.

Todos devorándose a todos:

“Mirá lo que compra: solo ultraprocesados”.

“Ese carrito dice divorcio reciente”.

“Aquel lleva flores: culpable de algo”.

El yo interior es un detective moral con hambre de historias ajenas.

Aunque a la hora del chisme, todos somos gladiadores de la mirada.

No obstante, el Yo intrigante no se conforma con mirar: inventa historias, les da trama, clímax y final moral. Somos novelistas frustrados de los demás.

En el velorio, el murmullo fúnebre no siempre es por pena:

“La viuda no ha soltado una lágrima”.

“¿Esa falda es de luto o de TikTok?”.

“La hija menor heredó la nariz del amante”.

Las redes sociales son otro manjar como confesionario público del chisme privado. El Yo Juez ya no murmura: publica.

“¿Vieron cómo envejeció?”, “se nota que se operó”, “de tandero acabó en gurú espiritual”.

“Publicó una foto en la playa con frase espiritual…fijo perdió el novio”.

“Nuevo ‘look’, nueva crisis. Confirmado”.

Internet es la piscina global donde todos flotamos criticando el cuerpo ajeno desde el flotador de nuestro ego.

Sin embargo, el placer máximo del Yo crítico es tener testigo o cómplice.

Ese momento en que dos almas miran al mismo ser humano y piensan igual: “¡Dios mío, qué zapatos!”.

El chisme compartido se convierte en una forma de amor: dos almas que se sincronizan en una misma carcajada, un mismo veneno, un mismo ¿qué horror?

–¿Viste ese tipo? Parece bronceado con brocha de zapatero.

–Y la señora…con ese traje de baño rojo; si Cupido la ve, se jubila.

Dentro del bazar:

“La del vestido floreado compró velas aromáticas: crisis existencial a la vista”.

La verdad, uno se siente francotirador de pensamientos que no mata, pero hiere sabroso.

Al fin y al cabo, el chisme es algo así como el lenguaje secreto de nuestra inseguridad colectiva.

Bueno…no quería decirlo, pero lo dije.

En los cumpleaños no se te escapa el amigo del cumpleañero que no trajo regalo pero trae más hambre que el resto.

La tía que organiza todo y se apropia del pastel, porque “nadie sabe cortar como ella”.

La invitada que, tras tragárselo todo, se lleva en táperes toda la comida que pueda.

Todos llevamos dentro un pequeño tribunal secreto. Sin horario, ni toga, ni presupuesto estatal, pero que se activa cada vez que salimos al mundo y nos cruzamos con otros especímenes humanos.

En el parque observo a la chica de yoga, que busca paz interior pero no puede evitar mirar si la están mirando.

Lo interesante es que este Yo no es malvado: una mezcla de vanidad, envidia, curiosidad y humor. Nos hace sentir un poco menos miserables, porque mientras el otro hace el ridículo, nosotros “observamos con criterio”. ¡Ejem!

En el bus, la señora que discute a gritos por celular con su pareja sentimental porque lo vio con la otra.

Pero no nos engañemos: el Yo que raja también es espejo.

Cuando decimos “qué vulgar”, en el fondo tememos parecerlo. Cuando murmuramos “qué ridículo”, quizás envidiamos su desparpajo. Somos jueces de los demás y acusados de nosotros mismos.

A veces pienso que, si el cielo existiera, Dios no necesitaría juzgarnos.

Bastaría con ponernos a escuchar nuestro propio yo, ese que nunca calla, ni cuando dormimos, ni cuando amamos, ni cuando creemos estar por encima del chisme.

Porque, al final, todos rajan.

 Y el que diga que no…también está rajando.

Lo más delicioso –y perverso– de este Yo es su habilidad para disfrazarse de virtud. A veces se viste hasta de “preocupación moral”:

–Bueno, no es que yo critique, pero…

–Si lo critico es solo porque lo aprecio.

Otras veces se disfraza de intelectual:

–No es chisme, es observación analítica.

¡El ser humano es tan entretenido cuando se cree invisible…!

A uno se le podría ir la vida observando cómo se peinan las vanidades bajo el sol.

No obstante, olvidamos que también somos observados. En este gigantesco teatro de espejos, alguien nos mira, nos juzga, y quizás está pensando:

–Mirá a ese baboso, riéndose solo…fijo está rajándonos a todos.

Porque el Yo intrigante no descansa. Es quien pone la chispa, y la risa a media voz.

En el fondo, nos enseña que rajar es una forma de reconocernos: ver en los otros lo que no queremos ver en nosotros.

Así que sí, lo confieso: mi Yo intrigante sigue activo…

Al servicio de todos ustedes…si se me ponen por delante.

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