El Dios Mamón

Hasta entre los infinitos dioses del hombre hay también un “patito feo”.

No es el dios búho, de la noche y lo oculto; ni Hefesto, cojo y lisiado; tampoco el dios chacal, del más allá, y mucho menos el dios Maradona, del más acá, profeta de la gambeta.

El dios al que me refiero no necesita templo ni cruz, porque su santuario está en los balances financieros: se trata de Mamón, el de los ricos, tan bíblico como el pan.

Ser supremo con forma de tasa de interés que les habla en susurros de Wall Street y promete la vida eterna…en paraísos fiscales.

Con vistas al mar Caribe y wifi celestial.

Por eso se le adora con gran fervor, bajo una liturgia muy a su estilo:

Rezándole con calculadora en mano.

Meditando frente a su portafolio de inversiones.

Confesándose con el asesor tributario que escucha sus pecados y los convierte en deducciones.

Porque el Dios Mamón no vive en los cielos, sino en los mercados.

No juzga, cotiza.

No perdona, acredita.

Al tiempo que su cúpula de fieles, a biblia abierta, sigue a pie juntillas el «Evangelio según el Capital», edición de lujo, tapas doradas.

¡Oh, San Capital: que este gobierno no nos atornille con el tipo de cambio!

A tal punto que cuando sienten que su fortuna peligra, los ricos se vuelven más piadosos que monja en procesión y vuelan a orar frente a su bóveda bancaria:

«Oh, divino flujo de capital, líbrame de los impuestos y danos hoy nuestro dividendo de cada día.»

Y no bien es domingo, vuelan a misa perfumados con incienso de marca a confesarse:

–Padre, pequé. Compré otra propiedad en Miami.

–Tranquilo, hijo. Mamón te la multiplicará por tres, si declarás la mitad.

Pero al acercársele el monaguillo con la canasta de limosna, el rico mira al cielo con gesto devoto… como esperando que el Espíritu Santo le dé cambio de cien.

A la empleada doméstica la trata igual de generoso: vigila cuántas uvas come, le cobra las horas extras que respira, la persigue por cámara hasta cuando estornuda…

Y si puede, además, le descuenta la ida al Ebais por cortarse la mano pelando la cebolla del almuerzo.

Por la noche, enciende su vela a San Forbes, patrón de los que quieren verse en la lista de ricos.

Luego, se santigua con devoción:

«En el nombre del dólar, del euro y del bitcóin. Amén.»

No deja de ser curioso –y misterioso a la vez– que los ricos siempre terminen sintiéndose los preferidos de Dios.

Gracias, quizá, a ese pacto entre las brumas con él para que los pobres sigan siendo unos pelados y ellos, aún más potentados.

No del Dios de los pobres, ni del Dios de los olvidados, sino del Dios Mamón corporativo, con traje a la medida, que reparte bendiciones en forma de dividendos y exenciones fiscales.

Un Dios exclusivo, boutique, con tarjeta VIP al que hay que llegarle con acciones, no con oraciones, mientras el alma duerme plácida sobre una cuenta “offshore”.

Su fe es tal que cuando el Estado les pide un pequeño diezmo –impuestos, los llaman– se persignan con horror.

«¡Blasfemia!»

 ¿Cómo tocar lo que Dios les dio?

 ¿Quién es el Estado para meter la mano en los bolsillos de los elegidos?

Tienen la palabra los ricos ticos que cada año declaran «cero utilidades» por la divina gracia del Dios Mamón.

Y la tienen también sus grandes bendecidos (políticos, magistrados, diputados, académicos, banqueros…) con salarios y pensiones de «¡alabado sea el Santísimo!»

Bienaventurada la secta de los mamones del Estado que declaran cero utilidades mientras estrenan carro importado porque su dios les multiplicará la ganancia oculta.

Porque si, como dicen, Dios está en todas partes, el de ellos está siempre muy bien ubicado: en la cuenta bancaria.

Y mejor acompañado de ángeles milagrosos de lujo que lo asisten, como Aldesa, BCR Safi, Desyfin, Coopeservidores…

Gracias, por supuesto, a su propia Biblia.

En el Génesis:

«Y vio Dios que el dinero del pueblo era bueno.

Y lo separó del resto de los ciudadanos para entregárselo a la casta.»

Porque está escrito que el diezmo fiscal del pueblo será “purificado” en el lavacuentas sagrado de nuestra élite financiera e institucional.

Reemplazando a «los pobres de espíritu» con «los accionistas de espíritu.»

El pacto con su Dios no es por caridad, sino por estatus.

La fe se mide en patrimonio, y la moral… bueno, la moral queda fuera de la ecuación.

De ahí que cuando el rico mira hacia las alturas, no busca redención.

Solo verifica que la señal de wifi llegue hasta el cielo fiscal.

Entre tanto, los ángeles, que ya lo saben, no cantan himnos: se ríen bajito.

Porque en ese cielo, el único milagro verdadero es que aún haya quien crea que Dios y el dinero son la misma persona.

“Bienaventurados los ricos que viven del lujo gracias al dinero público” … porque de ellos será el reino de las licitaciones, concesiones y estafas eternas.

¡Amén! (Pero si solo es deducible).

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