Les presento mi nueva cara
Desde que descubrí que los humanos tenemos doble cara, la auténtica y la fingida, me propuse eliminar una.
¡Ejem!
Se trata de la cara biológica con la que nacemos, y la social con la que crecemos, ambas diametralmente opuestas.
Disfraz facial que nos hace actores del teatro de la vida desde que se abre el telón al amanecer hasta que cae al anochecer.
No bien salimos de la casa, entramos en escena: traje, sonrisa, modales, saludos, mirada amable y ese tonito de voz que solo usamos frente a los demás.
Con vocabulario de misa solemne: «por favor», «gracias», «qué bien», «sírvase señor», «disculpe usted» …
Del que habla con voz pausada, cede el asiento (si lo miran) y reparte «buenos días» como quien lanza incienso.
De la dama que en la videollamada exalta la paz y el amor y, apenas apaga, le lanza la chancla al gato por volcar el florero.
Del jefe que en la oficina da sermones sobre la sensatez, pero en la casa maldice cuando se le pierden los anteojos.
Tras toda esa impostura, llegás de regreso a la casa, te quitás el disfraz, soltás el aire y, por fin, emerge el espécimen original: gruñón, desaliñado, con camiseta agujereada, estornudos de cantina y sin filtros verbales.
Quejándose del jefe, de la suegra, de tanta lluvia, del perro y del wifi.
O sea, afuera: el caballero que abre la puerta.
Adentro: el energúmeno que no lava un plato ni con amenaza nuclear.
Afuera: la dama amable que nunca alza la voz.
Adentro: la directora de orquesta del caos doméstico.
Afuera: el empleado ilustre que dice «qué barbaridad la corrupción.»
Adentro: el genio que se robó unos lapiceros y la engrapadora del trabajo porque total, sobran.
Ni se diga de la doble máscara del político que habla de austeridad desde su yate, o la del «influencer» del amor propio que no se soporta ni a sí mismo.
Del gerente que exige reducir el pago de horas extras al personal desde su nuevo Ferrari de paquete.
Nos hemos vuelto tan buenos actores que ya no sabemos cuál es la cara real.
Fingir se ha vuelto parte del instinto de supervivencia porque quien se muestra tal cual es, queda fuera del grupo.
Si no, imaginen por un instante un mundo donde todos dijéramos lo que realmente pensamos:
–Qué gusto verte.
–Jetón, estoy harto de fingir que me caes bien.
–Perfecto, yo tampoco te soporto.
–Buenas tardes, jefe, hoy no tengo ganas de verlo.
–Vecina, tu perfume me da náusea.
–Cariño, tengo un amante.
–Qué bien; ya somos cuatro.
Por eso seguimos actuando, repitiendo frases de cortesía como letanías: «qué alegría verte», «lucís más joven», «puravida, mae».
Vemos, a menudo, a la pareja que sonríe en las fotos familiares justo después de una pelea de tres rounds y un nocaut emocional.
Al religioso que tras predicar «la paz interior» cierra la puerta y se transforma en paranoide que discute con el microondas.
La máscara social no se usa por vanidad, sino por necesidad.
El filtro que necesitamos para no colapsar y evitarlos el exilio moral.
No obstante, he tratado de desafiar ese estigma usando una sola cara: la directa, sincera, franca y sin filtros.
–Soy ateo.
–A los infiernos te irás.
–Nunca me baño.
–Ni te me acerqués.
–Soy vegano.
–No sos mi tipo.
–Horrible tu tatuaje.
–Me pela.
Desde entonces algunos me ven como aliado del diablo, bicho raro, retrógrado, inadaptado, cavernario...
Por eso, la hipocresía, aunque nos ofenda admitirlo, es el pegamento de la civilización.
Si todos fuéramos sinceros a tiempo completo…callar sería el único idioma posible.
En este teatro que llamamos vida, la entrada exige máscara.
Desde el primer llanto del bebé; ya no por leche, sino como alarma a los que vienen detrás…
«¡Auxilio! ¡Aquí todos actúan!», dirá entre pucheros.
Nadie debe sospechar que por dentro llevamos el hígado en llamas o ganas de mandarlo todo al demonio.
Mientras alguien nos observe…sonreiremos.
Somos una especie con talento innato para el disimulo: auténticos profesionales del camuflaje emocional.
Fingimos cordialidad para sobrevivir, moderamos la lengua para conservar el empleo, sonreímos para evitar conflictos.
El único pecado imperdonable es bajarse del escenario antes del aplauso.
¿Cómo disimular el disimulo? ¿Cómo evitar algo que todos sabemos que usamos para aparentar?
Ayer, al saludarme un carajo entre tóxico y repulsivo sin saber yo cuál de las dos caras ponerle, se me ocurrió de repente algo genial: una tercera cara.
Intermedia, de repuesto y para momentos así en que la hipocresía se nos nota demasiado.
Una cara comodín, más elástica, adaptable a todo: al tráfico, a las redes sociales, a la cita de amor, a una noche de Neón, a la fiesta friki, a mis compras en el «mall» ...
Una cara de media verdad, media mentira
Gracias a mí, sería el invento teatral definitivo del «Homo contemporaneus»: el rostro que mienta con tal naturalidad que hasta el espejo le cree.
Y así, con tres caras, podríamos por fin parecer de una sola pieza.
Aunque, claro, lo trágico –y hermoso– es que ni con cien máscaras lograríamos ocultar el temblor de ser humanos.