El profeta de La Fortuna

Apenas seis años antes de que explotara, subí a la cumbre del volcán Arenal con mi primo Beto Quesada.

Pasamos la noche entera dentro del cráter sin imaginarnos que a muchos kilómetros bajo nuestros pies se empollaba ya la hecatombe.

Porque de habernos sorprendido allí mismo y en ese instante, andaríamos todavía hoy, 60 años después, como tizones del pisuicas sin cielo ni suelo.

Pero lejos de ello, ese abril de 1962 fuimos nosotros quienes más bien roncamos como volcanes para susto y disgusto de los duendes que solían sitiar la carpa de los intrusos.

El cráter, tupido de árboles gigantescos, matorros y yerbajos inéditos, ya no era el cráter sino el tapón geológico de 500 años de grosor desde su última erupción, de cuando Cristóbal Colón era apenas un mozalbete.

Tan inexpugnable que, cuando el Arenal irrumpe otra vez en julio de 1968, abre un nuevo cráter y desahoga su furia contenida a través de la pared oeste hacia Tabacón y Pueblo Nuevo atravesados en su camino.

Al amanecer, Beto y yo ascendimos unos cuantos pasos hasta la cima y se nos abrieron los cielos.

Allí nos aguardaba, a modo de desayuno sobrenatural, la ceja azulada del gran lago de Nicaragua y nuestro entorno de llanuras, ríos, valles y montañas apenas desperezándose.

Al ver por enésima vez aquel paisaje de ensueño, Beto abrió sus brazos y cantó el estribillo que lo había catapultado como el profeta de La Fortuna: «Algún día vendrán los machos».

De los cinco pioneros sancarleños que, extasiados por su fecunda naturaleza, migraron a La Fortuna desde los años 30, solo Beto se salió «del canasto».

Mientras los demás se diluyeron por la zona para hacerla producir y extraer sus frutos, él la encontró tan edénica que prefirió no tocarla y mucho menos agredirla con hachas, sierras y maquinaria.

«Esto es para contemplarlo, sentirlo y gozarlo», solía decir ese Beto cuyo aspecto robusto, blanco y coloradote contrastaba con su aura romántica, alegre y dicharachera.

Al verlo siempre sentado en el corredor de la casa esperando a que el mundo llegara a su granja, sus «socios» le apodaron «el vago», a lo que Beto, con su proverbial intuición, replicaba: «Algún día vendrán los machos».

Era su idea obsesiva desde que científicos de Estados Unidos y Europa que lo visitaban para investigar la fauna y flora del lugar se rendían a los pies de tanta belleza.

Su idílica visión de aquellos parajes llegó a ser tan contagiosa que en los años 40 se inició todo un movimiento entre sancarleños para, vía referendo, adoptar el lugar, que pertenecía a San Ramón, y hacerle honor a su infinita feracidad llamándolo La Fortuna en vez de El Burío, como se le conocía.

Era La Fortuna que olía aún a tierra recién parida; montaraz, aislada, huraña, de muchas fieras y pocas almas, pero siempre ubérrima.

A la que para llegar había que jinetear vadeando entre piedras ríos caudalosos como el San Carlos donde tantos lugareños –Lupicio Quesada, papá de Beto, entre ellos–, se ahogaron.

Ya después, a finales de los años 50, se podía ir en «cazadora» de Villa Quesada a Chachagua para luego, de nuevo a lomo de bestia, recalar en el rancho de Beto al pie del Arenal.

Una semana antes de que el volcán estallara, todo empezó a cambiar en la casa de Beto. Hasta Beto. Las gallinas dejaron de poner, los perros no paraban de ladrar y la leche de sus vacas salía «joca».

A Beto le agarró tal desasosiego que a menudo lo veían agachado en el suelo con la oreja pegada a la tierra; otras veces, tomándole la temperatura a las cabras, y no pocas, regañando al volcán como a un hijo.

Hasta la mañana en que descubrió algo insólito en su lago de tilapias al ir a visitarlo como cada lunes: había desaparecido como tragado por la tierra.

Un signo que de inmediato se encadenó al de los vapores sofocantes nunca antes sentidos que alarmó a pobladores, espantó animales, secó pozas y quebradas y alteró los ecosistemas del cono volcánico.

Al amanecer del 29 de julio de 1968, el trueno sideral del volcán anunciaba el nuevo destino de La Fortuna.

¡Se cumplía la profecía de Beto!

De entonces a que La Fortuna se sobrepoblara de «machos» que venían en aviones a reventar de Estados Unidos y Europa fue cosa de semanas.

De allí y del mundo todo, ávido de ver la coreografía de lava haciendo de la catástrofe una obra de arte al rojo vivo.

Como bien lo predijo Beto, La Fortuna se transformó de zona agrícola a emporio turístico ahora sembrado, y con buena cosecha, de restaurantes, hoteles, miradores, aguas termales, áreas de entretenimiento, carreteras y redes de comunicación.

«Para contemplarlo, sentirlo y gozarlo».

La última vez que vi a Beto, apenas pude distinguir su silueta blanca como la de un «macho» más entre la muchedumbre alucinada ante la magia del Arenal.

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