Mi Tamarindo primitivo

Ese mediodía que llegué por primera vez a playa Tamarindo se podía tocar el sol con un dedo.

Los escasos lugareños almorzaban su ración de sombra tendidos en cualquier parte, pues nada allí se movía, ni siquiera un mal pensamiento.

Del único tubo municipal a la vera del camino goteaban las cenizas de un nuevo febrero de quemas y sequías alrededor.

En medio de todo, no me costó hallar el sitio donde me hospedaría; una casita de madera, de cara al mar, escoltada por almendros y palmeras.

Allí, en la mecedora del corredor, me recibió don Chico, un anciano de pieles magras que dibujaban con precisión infalible el mapa de su vida.

—Tengo sopa para que almuerce— fue su saludo, y se encaminó a la cocina con paso achacoso a servírmela, pero no encontró el plato.

Hablar poco parecía parte del rito cenital de ahorrar una energía más útil para apear pipas o sacar agua del pozo.

Yo me moría de hambre, pero más aún del bochorno tras el largo viaje en «cazadora» entre remolinos de polvo y esos espejismos propios del verano delirante.

Lo que me provocaba era más bien quitarme todo, salir corriendo al mar y llenarme allí de esos nutrientes suyos contra todas las hambres del mundo.

A eso había venido a Tamarindo ese año 1959, a romper sus espejos de agua con mis chapuzones, a rendirme a su coreografía natural, a ensillarme en el ancla del bucanero que encalló en sus rocas…

Como no encontraba el plato, don Chico se fue a buscarlo al patio y allí estaba, apenas visible entre las patas de las gallinas y los cerdos desaforados.

Tras espantarlos entre ruidos y visajes, lo recogió, le pasó el dedo pulgar sobre su fondo de lata, le removió las plastas de barro y cuita, y me sirvió la sopa.

¡De gallina! Lo que más podía odiar yo sobre la faz del universo desde la primera vez que vi a mi abuelo jalarle el pescuezo a una para el «arroz con pollo» del domingo.

Lo mismo hizo con la cuchara. Cogió la que él había usado haría media hora para su propia sopa, le frotó de nuevo el mismo dedo un par de veces, y me la sumergió en el plato.

Me debe de haber visto la cara de asco porque al instante me soltó:

—¡No sea mico!

Ya me habían advertido de que él, si bien bonachón, era duro. Incluso con sus propios vástagos a quienes ponía a pelear con los toros, a reducir a astillas un guayabo para el fogón, y a sacarle los tórsalos a la perrada.

Su propio pellejo, curtido por los imponderables de la montaña, lo decía todo: una cortada por aquí, un balazo por allá; una quemadura por este lado, un dedo menos en el pie izquierdo, improntas que lucía como medallones de guerra.

Aun así, a sus 90 años nada le detenía porque a menudo lo veían desde domando la maleza a machete limpio hasta cavando en su patio un nuevo pozo de agua.

Cuando con cierta congoja le dije que no me iba a tomar la sopa porque yo no comía animales, su respuesta fue dinamita pura: «Pues regrésese a la capital porque aquí, o se come gallina, o se come pescado. Los chanchos son para diciembre».

Con razón a la mañana siguiente lo vi desde muy temprano parado frente al mar, cuchillo en mano, como esperando a alguien muy importante.

En eso, al avistar una mancha de peces sobre el lomo de una ola, cruzó la playa, se metió en el mar hasta las rodillas, atisbó un instante a su alrededor y, de repente, de los relámpagos de su cutacha en el aire y bajo el agua, salió el pescado del almuerzo.

—Entonces ¿a qué has venido? –escupió con ironía–.

—A conocer, a estar en el mar, a correr por la playa, a ver las noches…— le dije al viejo, quien agarró mi plato de sopa, sorbió a pulso y de pie un poco de caldo, y se lo devolvió a los animales.

—Esta casa se rige por dos reglas –me previno–: al que me toque la puerta después de las siete de la noche, se la abro a tiros.

Él había sido jefe político de Santa Cruz de Guanacaste, y de su fama de francotirador daban fe hasta las purrujas.

Se hizo un silencio largo mientras se limpiaba las adherencias de la sopa derramada en su barba larga y entrecana.

—Mejor entre por la puerta de atrás –se apiadó–, con cuidado de las cascabelas que suelen venir en la noche por mis gallinas.

—Gracias, abuelo.

—Lo otro es que, como en cualquier momento caigo muerto, tíreme aquí… –dijo, al tiempo que le daba palmaditas a un ataúd de madera bruta como si fuera el purasangre en el que cabalgaría al otro mundo.

Yo solo me preguntaba si había venido al lugar correcto, al Tamarindo de ensueño del que me habían hablado.

—Hubiera preferido que me lanzaran al mar –apostilló don Chico–, pero no puedo serle infiel a este ataúd que me ha acompañado en las buenas y en las malas a lo largo de los últimos cuarenta años.

¡Y yo, muchachón como era, con mis ojos como platos sin poder entender nada!

—Hasta he dormido en él a ver si me muero más rápido, y bueno… también cuando alguna novia ha venido a jugar de resucitarme –suspiró–.

Y hasta sonrió, como si algo en su fuero le hubiera detonado de nuevo el gen de la alegría perdida.

A mí me atormentaba la sola idea de tener que vérmelas con un muerto que nunca existió en mi plan de viaje, y encima ajeno.

Porque ese mismo día vi a don Chico en la hamaca y estaba muerto. Lo vi en la mecedora y estaba muerto. Siempre se moría en todo lugar, así como yo también cada vez que lo veía.

Su cuerpo estaba ahí, sí, pero su espíritu parecía ya más en sintonía con los arcanos del más allá.

La primera noche no pegué los ojos del todo porque desde mi camón veía el ataúd y el ataúd me veía a mí.

El cabrón sabía bien que yo le tenía horror y jugaba a placer con mis miedos y supersticiones.

Al día siguiente deambulé en busca de algún voluntario con quien compartir el inminente desenlace de don Chico, pues nada hay más terrible que vivir esos sustos sin alguien a la par gritando con uno.

Pero, salvo la huella de polvo de los pescadores artesanales que se diluía en el mar, no hallé la misericordia que ansiaba.

La siguiente noche también se me fue en blanco desvelado por el pito «enfisémico» que se propagó por toda la casa.

Del pánico, se me metió entre el sistema nervioso y el sistema luctuoso que don Chico ya se habría muerto, y que lo que sonaba era el asma de su ánima pidiendo pista para salir escotonada.

Si bien yo quería acercarme a él para hacer las averiguaciones del caso, el ataúd, arrogante e imperial, no me dejaba en paz.

No obstante, pude confirmar mis temores de que su pitido, lejos de bronquial, era sepulcral.

Entonces le sacudí con fuerza a ver si al menos lograba cambiar su tono Fa de fallecido por el de Re de resucitado, con tan buena suerte que al instante expectoró el canto de la muerte que le estrangulaba.

Y me vio y lo vi, y nos asustamos y gritamos.

Al final, don Chico y yo sobrevivimos a nuestros propios espantos, mas no así mi querido y recordado Tamarindo, víctima hoy de los suyos.

La última vez que lo visité, ya ni español se hablaba.

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