Mis siete chicas

Como el sol que una vez fue, con su calorcito de fogón y noble corazón, veo hoy a mi Costa Rica diluirse bajo el oleaje revuelto de la globalización.

La criolla, la chirota, la vernácula... Dicho en un suspiro: «mi terroncito vacilón».

La de turnos y fiestas patronales con bombetas de doble trueno, gallos de picadillo, velorios para beberse al muerto, cimarronas, mascaradas y comadreos.

La de tramos y pulperías para el gofio y la cocada; el helado de sorbetera y el granizado copetón; la libra de manteca, el salchichón cortado con la uña del dedo gordo y la feria.

La de casas de adobe entejadas, ropa tendida, el gallo abanicando su hombría al despuntar el alba, olores a tierra joven y el cuchillo en la ventana pa cortar el chiflón.

La de escobones de hojas y ramas «pal piso ‘e tierra», la del leño y el ordeño, la de amores furtivos a la vera del rio entre ramas y llamas.

La Costa Rica con sabor a familia grande, la que cabía en un solo abrazo, solidaria y sencilla, ufana de sus siete hijas, de sus siete provincias, cada una con su propia identidad, donaire y elegancia.

En los valles, al pie de las montañas y sobre la costa, apacibles las siete, autóctonas, entrañables y muy ellas con su estampa tropical y naturaleza fresca que enamora.

Heredia… siempre en flor, recatada y pudorosa entre nombres de santos y santas, pero grácil y coqueta a la hora de la retreta y ni se diga a la del beso en la penumbra del parque.

Con ese Fortín viéndolo todo desde 1876 a lo largo de una historia marcada por las tradiciones, figuras, estilos y cultura que hicieron a su pueblo cálido y acogedor.

De ríos, grutas y cataratas entre tierras feraces, cafetales de mil quilates, casas de barro y cáñamo, cuna de maestros, alturas de ensueño y gente afable, artística, educada y creativa, aunque perdidamente futbolera.  

¿Cómo se ven los heredianos a sí mismos?

«Por media calle».

Cartago, abuela de la familia: santuario de lo místico e histórico.

La venerable, la devota…De gran estirpe colonial: primera capital, vieja metrópoli, morada natal de la Negrita, albergue anual de romeros y creyentes.

Tímida, conservadora y callada, pero a la vez servicial, pausada y amistosa.

Fría y brumosa, de recogerse tempranito en la cama tras la dura brega en papales y lecherías, granero fértil y suculento de nuestras mesas más allá de cualquier «cartagada» que no falta, pero le pone sabor.

¿Cómo se ven los cartagos a sí mismos?

Como «el Cartago campeón».

¡Ay, esa Guanacaste! La muy ella; recia, forjada bajo la horma del sol, de cielos suculentos, mares metálicos y rostros curtidos.

¡Belleza soberana de azules infinitos y arrieros asidos a su rienda sobre las pampas!

Buena cuchara de rosquillas, tanelas y tortillas entre coyoles, tamarindos y «leches dormidas».

Pintoresca de cutacha al cincho, bombas y guipipías para entonar, coplas y trovas para conquistar con marimbas que lloran y relinchos que «uyuyuy bajura».

¿Cómo se ven los guanacastecos a sí mismos?

«A ver si como les pica, se rascan».

De Alajuela, todo: que alegre, que dicharachera… bromista y buena pa los apodos al pobre desgraciado que atraviese su parque de mangos.

La que nos ofrendó al héroe nacional Juan Santamaría que cambió para siempre nuestra historia patria.

Tan caliente que solo le falta el mar, pero de faldas montañosas con su aire balsámico y vistas de ensueño.

Igual de futbolera, artesanal, con el mejor chicharrón de sus buenos tiempos y puerta abierta al mundo a través de su aeropuerto internacional.

¿Cómo se ven los alajuelenses a sí mismos?

«Choteadores y bromistas».

Limón, cuna del sol, fragua de cuerpos perfectos, sudores, razas y bailes exóticos ritual de su magia caribe.

Playas de arena blanca, frontera de lujo entre la selva montuna y esa mar turquesa de arrecifes y corales.

De comida intensa por sus sabores, mezclas, picor, sazón e ingredientes: desde el «bochinche» y «rice and beans» con pollo caribeño hasta la pizza de langosta y mariscos.

Exuberante: chicheme, agua de sapo o hiel, macarela o rabo con coco, rondon, paty y calalú.  

¿Cómo se ven los limonenses a sí mismos?

«Puro calypso, man».

¿Quién de nosotros, los viejos, no recuerda aquella Puntarenas ardiente de arriba abajo, de suspiros al atardecer con la porteña que te guiña el ojo y de noches vibrantes de bolero y salsa sobre la arena, el muelle o la calle?

La «Perla del Pacífico» carnavalera con sus trenes a reventar, el ceviche de piangua o corvina bajo el almendro, la cerveza bullanguera, los cortejos en bici y el infalible «churchill» para marcar territorio.

La Punta como proa de la extensa lengüeta cortando el golfo profundo; por allá los pescadores descamisados vaciando en baldadas su jornada del día, por acá las pangas extenuadas a merced de la marea subiendo.

Litoral rico en costas pulidas por el viento, selvas vírgenes de manglares que caminan y ocasos que abren el telón de lo ignoto.

¿Cómo se ven los porteños a sí mismos?

«Diay, chuchequeros; eso somos».

Y bueno, llegamos a San José… La otrora capital apacible, de contrastes arquitectónicos, espíritu aldeano y campos de arado y cosecha.

Una foto de 1917 sintetiza con pasmosa fidelidad su mezcla de modernismo y criollismo: el Teatro Nacional a muy pocos pasos de una ufana y suculenta milpa.

El josefino refinado a la europea del siglo XIX, de casimir, zapatos de charol, sombrero, tirantes y fragancias exquisitas frente al sudoroso josefino de caites o descalzo, pantalón ordinario y camisa de manta.

Así transcurrió hasta bien entrado el siglo XX en medio de una confluencia de estilos y tradiciones que convivieron hasta desaparecer aplastados por el bochorno de una ciudad desfigurada.

Aquellos topes, mascaradas, «avenidazos», noche de faroles, festivales de la luz, corridas, rondas al Parque Central, lluvias de confeti, paseos para ver vitrinas y aún las procesiones perdieron el toque bucólico de las generaciones de entonces.

Como las «corridas» navideñas con toreros improvisados de saco y corbata, o los topes con maisoles sueltos vaciando de gente los barrios y hasta metiéndose en las casas.

¿Cómo se ven hoy los josefinos a sí mismos?

«Estresados, ansiosos, impacientes».

No sigo esta remembranza porque prefiero quedarme con estas imágenes de la Costa Rica de mi niñez.  

Ustedes mejor que nadie son testigos de la brutal transformación del ser costarricense en las últimas décadas.

Otros valores y hábitos, otra cultura, otros sentimientos, otra conducta, otro estilo de vida.

Cambió aquel espíritu sano, apacible y solariego de sus ciudades, su urbanidad, su hermosa sencillez, su poesía pueblerina, la familia unida que éramos.

Por eso, mejor déjenme soñar con la tierra bendita que una vez nos acogió a muchos en su regazo.

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